SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

jueves, 17 de noviembre de 2011

"HISTORIA DE GATOS"



Lo conoció el día que el viejo decidió morir con la boca abierta y los ojos enfocados hacia las estrellas, como si el cielo fuera su destino.
- ¡Gato! ¡gatito! -, susurro  con voz tenue, sorprendida por su aparición nocturna. A través de la ventana, sus ojos color miel parecían dos lunas  siamesas brillando en la oscuridad de la noche. Detrás de su figura, la arboleda silenciosa delineaba sus contornos confundiéndolos entre las ramas silvestres de la enredadera, poseedora del muro lindero.
Las terrazas del vecindario formaban un laberinto de techos y paredes mal construidas. Por esos muros serpenteaba cada noche husmeando los recodos deshabitados, en busca de un rincón para dormir acurrucado.
Había quedado huérfano de dueño el día que el viejo murió sin avisar a nadie y en su desamparo elegía cualquier lugar  para rumiar su soledad.
Era negro y su pelo color azabache no dejaba estelas de luz, solo sus ojos de un amarillo tornasolado brillaban en la oscuridad nocturna, igual que las escamas de peces moribundos sobre las milenarias aguas de un lago olvidado.
Durante incontables días lo vio deslizarse por las terrazas linderas. Ella escuchaba su maullido taciturno al otro lado de las paredes de su encierro invernal. Lo oía cadencioso, como un alma errante que peregrina sin sosiego  sobre el latido silencioso de la noche.
Su paso,  en un  salto majestuoso, dejaba marcadas en el muro las huellas de siglos de libertad, cuando vagaba por las praderas a la caza del animal debilitado que saciara sus fauces hambrientas. Esos rastros se habían ido perdiendo en la oscura trama de la domesticación, cuando la indocilidad se había convertido en un arma poco efectiva a la que tuvo que ir cediendo a cambio de la comodidad entregada por los que mueren sin dar aviso.

Sus amigas le dijeron –tener un gato en la casa transmite energías positivas-

Ella lo pensó durante varios días, fue meditando lentamente la idea, como se mastica una decisión que  cambiaría definitivamente su vida. Por las noches lo soñaba y ya no lograba diferenciar la realidad cotidiana del sueño nocturno. En ese instante que precede al entresueño, imaginaba su grácil figura que se deslizaba en las penumbras de la casa y la observaba con sus ojos salpicados de luz, que irisaban la habitación desde lo alto del placard. Otras veces,  sobre el aparador desvencijado o  en el recodo de la escalera entre los libros cubiertos de polvo,  abandonados por la mano materna. Una mañana dentro de la cómoda herencia de sus abuelos donde años atrás otros gatos jugaron el juego misterioso del amor felino.


Recordó aquel otro gato salvaje al que siendo niña alguna vez maulló para atraerlo hacia el interior de su casa, era amarillo y pequeño cuando lo encontró en la fábrica de cartón abandonada años atrás. El gato se resistía a ser domesticado y el maullido solo surtió efecto durante unas horas, hasta que ella desistió y lo dejó partir, recordando su ronroneo que durante años no la abandonó.
Los gatos se resisten, le dijo alguna vez su tía que era sabia en cuestiones de liberar ataduras.
El tiempo invernal pasó y llegó la primavera con sus manos surtidas de fragancias y trinos de aves. 
Las ventanas de la casa se abrían de noche para dejar entrar el aire cálido de un verano incipiente. Notó que ya no maullaba, solo miraba desde lejos, subido en la claraboya de la casa lindera, con ojos curiosos y anhelantes. Su cuerpo estilizado, simulando una pantera al acecho, contorneaba la cola en posición felina, agazapado a la espera de un salto que lo volviera invisible en el remolino de hojas de la casa de al lado, desde hacía mucho tiempo deshabitada. Allí se guarecía cuando llovía, entraba y salía por una puerta semiabierta que dejaron después de la mudanza aquellos que habían vivido fugazmente, sin dejar recuerdos.  
Desde el patio trasero trepaba por las medianeras, un día hacía la izquierda, camino obligado hacía su antiguo hogar, donde esperaba encontrar al viejo que ya no respondía a su llamado, otro, hacía los árboles añosos que decoraban la cortada con nombre de prócer, y daba un brinco hacia la acera esperando que alguna vecina lo alimentara, en un acto de piedad, casi desconocida en esos lares.
Hasta que un día, la casa vecina se llenó de ruidos extraños, de pasos que retumbaban en los espacios vacíos. Risas y murmullos de niños alborotados  recorrían los pasillos y habitaciones haciendo campanear sus voces que repiqueteaban como un eco ensordecedor los nombres de los nuevos habitantes.
 Lo vio trepar en un salto desesperado, imaginando su futuro, nuevamente incierto.  Brincaba de techo en techo despojado de sus pertenencias, las que había ganado durante tantos meses, buscando un lugar donde descansar. Y volvió a maullar durante incontables noches, en cada madrugada de desasosiego.
De vez en cuando aparecía, tímido y cauteloso, escondido entre las ramas de un paraíso lindero. Ella lo descubría agazapado entre el follaje y recordando la imágenes del pasado, imitaba un  maullido detrás de una puerta intentando consolarlo, lo invitaba a entrar tentándolo con comida y agua, y así fue que arribó  a la casa, suavemente, casi imperceptible, con un salto silencioso entre las rejas de la ventana.
No fue fácil conquistarlo, era reacio al contacto humano, como si el abandono lo hubiese convencido que era mejor no pactar algún convenio con esa mujer de mirada lejana.
Su maullido era único. Cada acorde era una palabra, un significado que atravesaba el aire. Hablaba en el maullido, soñaba y cantaba con melodías extrañas, dejaba su lenguaje gatuno colgado de cada cuadro, latiendo entre los muebles vetustos, las paredes y pisos de la estancia.
 Así pasó a formar parte de ella. Con su paso cadencioso subía y bajaba las escaleras, trepaba la mesada para sorber el agua que bullía refrescante desde la canilla abierta a propósito, y de allí en un salto, a la alacena donde la observaba con mirada impasible.
Por la noche descansaba en el ángulo derecho de la cama, sobre la manta deslucida por el sol de agobiantes veranos, el gato entrecerraba los ojos con un suspiro ronroneante, mientras ella ojeaba uno de los libros que leía sin poder concentrarse. Varias veces lo miró cuando él agitaba su cola dejando una estela oscura en el aire estival que se colaba por la ventana, hasta que en su magnífica extensión ocupaba parte de la cama, rozando levemente  su  cuerpo que parecía atraerlo por la delicada fragancia que dejaba su sudor almizclado.
En la desnudez del verano, cuando el agobiante calor golpeaba sin respuesta las paredes de la casa, lo vio dar un brinco sobre la cama donde ella descansaba extenuada, lamió el contorno de sus piernas y el leve ronroneo fue subiendo por su cuerpo fatigado hasta la comisura de sus labios, olió su cuello húmedo, su orejas y su boca, su mirada incandescente atravesó sus ojos, el liviano cuerpo apenas rozaba el de ella, como una pluma que caía suavemente movida por la brisa de un verano que avecinaba una tormenta. Le ronroneó al oído con una melodía que  ella había comenzado a comprender desde mucho tiempo atrás.
Esa mañana despertó sobresaltada, contempló fascinada  su propia piel que emulaba las sedas del oriente, las sábanas tenían un leve tinte amarillo, minúsculas pelusas negras y doradas se esparcían por el aire. Saltó directo hacía el   baño, y frente al espejo observó que sus orejas se habían elevado hacía la parte superior de la cabeza, largos y erectos bigotes se esparcían en sus mejillas sobre dos colmillos color marfil que sobresalían entre sus antiguos labios, ojos inmensos color café acicalados para las noches, cuerpo elástico y cuatro patas con pezuñas retraídas se reflejaban en el espejo encantado. Y en un vertiginoso giro, trepó a la cama donde la esperaba yaciendo entre las sábanas revueltas, aquel cuerpo de terciopelo negro, ojos anhelantes y un maullido que le susurraba con la cadencia ansiosa del amor, la promesa de un mundo nunca antes conocido…

Amd.