SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

martes, 6 de diciembre de 2011

A LAS 8

A las 8 de la mañana llegó a la oficina maldiciendo el tránsito infernal de ese día que le había robado los diez minutos para bajar del auto a comprar el imprescindible atado de cigarrillos.
Introdujo la llave en la cerradura, le pegó un puntapié al extremo inferior derecho, la puerta cedió con un ruido metálico de herrajes vencidos.
Colgó el saco en el respaldar de la silla y buscó un cigarrillo tal vez olvidado en el bolsillo interior, hurgó hasta en el más pequeño. Ninguno. Abrió los cajones del escritorio escrudiñando debajo de los pagarés vencidos algún resto guardado a propósito. Tanteó  entre los archivos adosados a la pared, vació el botiquín del baño, los frascos cayeron sobre el piso derramando sus líquidos pegajosos, el pantalón quedó manchado con el tinte verdoso que se deslizaba como gusanos reptando silenciosamente, trastabillando caminó a la cocina; avanzó  hacia la alacena; abrió las puertas, un olor fétido le surco el olfato, retrocedió asqueado resbalando contra el ángulo medio de la pared. Tenía la nuca mojada por la ansiedad y una acentuada crispación en los labios. Se aproximó a la ventana para disminuir la exaltación, el aire viciado estalló en su rostro y lo hizo retroceder varios pasos hasta tropezar con una mesita olvidada en un rincón. Constaba de un cajón diminuto cerrado con llave, intentó abrirlo sin conseguirlo y en un arrebato la arrojó contra la pared, inútilmente porque la mesita era de roble macizo con un mecanismo que hacía imposible la rotura. Retrocedió al pasado para memorizar dónde la había guardado. Recordó que su madre escondía las llaves dentro de una bolsa que colocaba en el extremo superior del placard; las mismas que utilizaba para cerrar su habitación cuándo recibía alguna visita; las mismas que anulaban toda posibilidad de escape; las mismas que ella ostentaba como un trofeo, símbolo de su poder. La bilis subió por su esófago como una araña ácida de patas filosas que trepaba desgarrando la cavidad herida, rasgaba y rasgaba la garganta intentando salir, se retorcía entre la glotis y la raíz de la lengua en un vano intento de ser vomitada, la nausea le hizo borbotear unas lágrimas que se enjugó con la manga de la camisa empapada en sudor. El botón de la camisa le había lastimado uno de los ojos que había cerrado por el dolor, el otro apenas podía divisar los muebles en la penumbra de la habitación, el sol se colaba tenuemente por la ventana, sea acercó nuevamente y asomó su cabeza sobre el marco, el sopor gaseoso de la calle inundó sus pulmones, otra vez la nausea, otra vez esa sensación de vomito que no lo dejaba pensar, escupió hacia la calle en un acto de desmesura, el vomito se volvió  incontrolable, la carencia de nicotina convulsionaba su cerebro, su cuerpo se contrajo; intentó asirse del marco; no puedo; gritó; abismó en el abismo de fauces hambrienta. Vértigo saciando su desenfreno en la caída y al fin, en la calle, la marea humana como moscas negras que proliferaban sobre la mancha roja, simularon la puerta sin llave que se abrió para salvarlo de su encierro…Definitivamente.

Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)