SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

jueves, 28 de marzo de 2013

SU NOMBRE ES: “EGO”


Avanza la noche y el muñequito alojado en el cerebro de la mujer se desprende irritado, reptando por  las fosas nasales hasta la concavidad de su clavícula. A medida que se aleja, ella percibe  en sus huesos el suave alivio de sentirse liberada,  es ese exacto instante de serenidad en que las vértebras, antes contraídas, comienzan a relajarse.

Deshabitadas de su maldición,  se estiran  en la penumbra, crujen los huesos que hasta hace unos minutos sufrieron el peso de ese muñequito que siempre se impone como un gigante que reclama encolerizado, su trono.

Él es así, siempre anda camuflado detrás de esa apariencia engañosa que no permite al otro darse cuenta  qué terrible monstruo se esconde detrás de una sonrisa simulada. Aprendida a simular desde hace años, en los que apenas era un simple muñequito de papel y ahora con la robustez  que le dio la vida, se ha ido convirtiendo en el monstruo que es, (ni más ni menos), uno con brazos de acero, torso de camionero, manos de bestiario y cabeza de león que adora la jaula en que le tocó vivir.

Ustedes saben puntualmente  de qué jaula estoy hablando. Todos y cada uno de ustedes, mis amigos, alguna vez creyeron que esa jaula era una jaula de oro dónde cualquiera puede vivir como un rey. La cuestión es que allí vive hace años ese muñequito de apariencia adorable y corazón de roedor.

 Cuando era pequeñito,  las  tías de la mujer, le acariciaban la cabecita de rulos dorados que brillaban bajo el sol de verano, le regalaban  frutas almibaradas,  tarros de miel que él saboreaba a escondidas, juguetes que se dedicó a destrozar meticulosamente para aprender de qué manera se podía jugar salvajemente con el alma de esa niña, (la que lo alojaba en su cabeza).

Nadie se dio cuenta, porque los muñequitos de rizos dorados, saben engañar eficazmente,  más aun cuando apenas son pequeños bichitos de papel que van formándose a la medida exacta de la niña que se mira en el espejo.
Todo es directamente proporcional,  pensó, y poco a poco fue imitando los mohines de la niñita que sólo veía lo que quería ver entre los vahos que empañaron con el tiempo, sus caprichosos deseos de sentirse imprescindible. La cuestión es que el muñequito se instaló cómodamente en ese lugar del que nunca quiso salir.

 Un día, el peso en la cabeza de la niña se  tornó insoportable,  (no siempre pasa…, pero esta vez sí), sucedió  cuando ella creció y ya no recibió regalos ni adulaciones que su sangre reclamaba desde algún lugar lejano de su inconsciente, y fue en ese momento cuando comenzó a planear su muerte.

Crecieron juntos, pero ya no eran proporcionales. Por ese motivo la mujer que alguna vez había sido una niña consentida, lo miraba con recelo, aunque todavía no había podido descubrir la mejor manera de asesinarlo.

Sucede qué, años atrás, lo había amado tanto, que ahora no sabe cómo deshacerse de él.  Siempre pasa eso con los muñequitos, mucho más cuando son  astutos y perciben que se avecina la destrucción.

 Cada una de las noches en qué  las oscuras alas del sueño rozan las sábanas, la mujer prepara un brebaje envenenado y lo inyecta en una fruta almibarada, se lo da a beber engañosamente, a cuenta gotas para que no se percate del final que le espera.

 Ese muñequito es tan perspicaz, que de darse cuenta destrozaría con sus poderosas manos cada centímetro del cerebro que le dio vida. Porque “Ego” (así se llama, por lo menos hasta dónde la mujer sabe), es implacable y aprendió de ella a ser un asesino despiadado. Por eso, hay que engañarlo con paciencia y a cuenta gotas.

Anoche, lo arrancó del hueco de su clavícula, lugar donde le encanta dormir, y lo recostó sobre la mesita de luz  para descansar de su peso insoportable. Él simuló dormir entrecerrando sus ojitos trastornados,  pero a la madrugada dio un salto y se instaló sobre la almohada a  milímetros de su cabeza.

Dice que lo hace para no dejar de prestar atención a su respiración; dice que la ama tanto; dice que no puede vivir sin ella. Sin embargo, noche a noche lo envenena, esperando que alguna mañana al despertar, ya no lo encuentre más apoderándose de ella.

Esta madrugada, cuando descubrió que había saltado sobre la almohada, le pegó un cachetazo y él cayó abruptamente al suelo, quedó tendido sobre el piso sin mover su asqueroso cuerpecito.

El veneno: -¿estará surtiendo efecto?- se preguntó esperanzada.

Colocó brutalmente  su zapato arriba de la cabeza,  y por si acaso, afirmó una pila de libros  para que la asfixia acabara lo que hace ya mucho tiempo ella se había propuesto.
Sonrió y durmió plácidamente. Durmió como hace años no lo hacía. Durmió convencida de que su fin ¡había llegado!

Hace unos minutos despertó entusiasmada, pensando que los años de sometimiento habían terminado. Pero ¡no!, el muñequito seguía vivo y la miraba con sus ojitos de rata vengativa. Reflejaba en su mirada, la perturbadora convicción de ser mucho más que un simple muñeco que rige el destino de esa mujer indefensa.

Recordó a sus tías y las ostensibles adulaciones, y las odió, como se odia a los que en el transcurso de una vida fabrican con manos pacientes el entramado del futuro de una niña que cayó sin querer en sus manos, la construcción de un alter ego que roe las telitas del alma, las descuartizan con infinita dulzura, sin comprender, (en su inocencia), la bestia que han fabricado.

Ahora, él anda dando saltos por las habitaciones de su cerebro (el de ella), rasga las telitas y la mira con  ojos de rata envenenada, silbando con un chillido ensordecedor:  

-¡Mi nombre es Ego…soy Ego!- Atrévete a asesinarme y verás.

Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)



miércoles, 13 de marzo de 2013

"DE MADRUGADA"



Esta madrugada desperté sobresaltado. No sabía si lo estaba soñado o era realidad, pero mi oído sensible me habló de un grito sobrehumano. No estaba  seguro de dónde provenía, quizás de la calle, tal vez de la casa de algún vecino. No lo sé. Lo que si sé es que fue una llamada de alerta que hizo crujir mis dientes.
Estoy acostumbrado a escuchar esos gritos varias veces a la semana, pero hoy desperté particularmente receptivo a los sonidos. Oído de brujo, decía mi mujer, que nunca prestaba atención a nada, ni le interesaba.
En la oscuridad de la noche, me deslicé en las tenues luces que se escurrían entre las cortinas recién lavadas y planchadas en la tintorería. Bajé despacio las escaleras y me arrimé al visillo de la puerta como un gato que se acerca con sigilo a la presa desprevenida.  Mi mano corrió  la cortina con suavidad, esperando no ser descubierto por algún transeúnte trasnochado que volvía quién sabe de qué lugar prohibido.
Mis ojos recorrieron la calle solitaria de un extremo a otro. Ni los perros andaban por ahí, sólo las hojas del otoño caían sin  ruido sobre las aceras húmedas.
Mientras la noche se adueñaba de los umbrales vacíos, pude ver las ramas de los árboles surcar los balcones vecinos con la impunidad de aquellos que sin saberse observados, dibujan figuras fantasmales sobre las fachadas de las casas y  entrelazan un diálogo de silbidos tenebrosos alentados por el viento de un inminente invierno.
Eran las 3,15 de la madrugada. Lo sé porque el tren que pasa por la estación que está a cuatro cuadras de mi casa siempre es puntual. Es el mismo tren  que me ha hecho perder el sueño profundo que tenía de niño; el mismo que me arranca muchas veces del calor de las sábanas y me obliga, desvelado, a buscar dentro de mi ensueño la explicación a mis tensiones y angustias.
Aunque ahora recuerdo; sí,  recuerdo.
Recuerdo que siendo niño, mis hermanos mayores que gastaban bromas por doquier, siempre entraban a mi habitación vestidos con trajes viejos de mi padre o tules negros que mi madre había usado en el entierro de algún pariente, provistos de lámparas o velas debajo de sus rostros, cantaban alguna canción procedente de  mitos o leyendas norteñas; a modo de lamento decían:
-La muerte te espera, te espera la muerte, cuando duermas también llegará para ti-
Lo recordé nítidamente, mientras espiaba la calle desierta.
También recuerdo que mi padre, (no mi madre, porque a ella nada le importaba), los castigaba con dureza cuando yo le contaba del calvario que me habían hecho padecer esa noche.
Y me pregunto: ¿Por qué no corrí a la habitación de mis padres cuando eso sucedía?
 Era un niño todavía; no correspondía que se me tildara de cobarde o de estúpido; si lo era, y  mi edad me protegía de cualquier calificativo que pudieran atribuirme los demás. Sin embargo no corría aterrorizado a la habitación de mis padres. Soportaba estoicamente el miedo que muchas noches mis hermanos infligían a mi ser desprotegido, rumiando que algún día, cuando creciera, ya no me tratarían como a un tonto para practicar sus juegos diabólicos y la tortura terminaría cumplidos los años necesarios y aprendiera a defenderme.
 El tiempo  pasó y mis hermanos, ya crecidos, se dedicaron a molestar de diversas maneras a otros más débiles que yo. Sin embargo, cuando las madrugadas se avecinaban, mi sueño se interrumpía y los fantasmas del pasado se apoderaban de mí como tropas maléficas, con rostros sangrantes, donde pululaban insectos y gusanos que caían a mi cama, se escurrían entre mis sábanas recién lavadas y planchadas, dejando un hedor nauseabundo y manchas negruzcas en los pliegues.
Mi madre me retaba, no entendía cómo cada tantos días mis sábanas aparecían hechas un asco. Así que las mandaba a lavar y planchar a la tintorería, porque  no  soportaba  tanta inmundicia, ni sus manos  podían tocar semejante asquerosidad, mucho menos de su hijo.
La noche seguía su curso como un río oscuro que vertiginosamente desemboca en el mar. Yo miraba alucinado tras el  vidrio de la puerta los árboles que oscilaban en un vaivén mágico, semejantes a  esqueletos bailando una danza sombría al compás del bramido del viento.
No había encendido las luces para no molestar el sueño de los habitantes de la casa. A mis espaldas sentí amenazante la oscuridad del vestíbulo  apoderándose de la estancia como si un gigante cayera sobre mí para arrancarme el corazón y tragarlo sin piedad.
Temí darme vuelta y ver el rostro del pasado. Temí ver la silueta de mis hermanos arrastrándose como ánimas. Temí que resonara una vez más su cántico ululante.
Temí regresar a la niñez.

 Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)