Esta
madrugada desperté sobresaltado. No sabía si lo estaba soñado o era realidad, pero
mi oído sensible me habló de un grito sobrehumano. No estaba seguro de dónde provenía, quizás de la calle,
tal vez de la casa de algún vecino. No lo sé. Lo que si sé es que fue una
llamada de alerta que hizo crujir mis dientes.
Estoy
acostumbrado a escuchar esos gritos varias veces a la semana, pero hoy desperté
particularmente receptivo a los sonidos. Oído de brujo, decía mi mujer, que
nunca prestaba atención a nada, ni le interesaba.
En
la oscuridad de la noche, me deslicé en las tenues luces que se escurrían entre
las cortinas recién lavadas y planchadas en la tintorería. Bajé despacio las
escaleras y me arrimé al visillo de la puerta como un gato que se acerca con sigilo
a la presa desprevenida. Mi mano corrió la cortina con suavidad, esperando no ser
descubierto por algún transeúnte trasnochado que volvía quién sabe de qué lugar
prohibido.
Mis
ojos recorrieron la calle solitaria de un extremo a otro. Ni los perros andaban
por ahí, sólo las hojas del otoño caían sin ruido sobre las aceras húmedas.
Mientras
la noche se adueñaba de los umbrales vacíos, pude ver las ramas de los árboles
surcar los balcones vecinos con la impunidad de aquellos que sin saberse
observados, dibujan figuras fantasmales sobre las fachadas de las casas y entrelazan un diálogo de silbidos tenebrosos
alentados por el viento de un inminente invierno.
Eran
las 3,15 de la madrugada. Lo sé porque el tren que pasa por la estación que
está a cuatro cuadras de mi casa siempre es puntual. Es el mismo tren que me ha hecho perder el sueño profundo que
tenía de niño; el mismo que me arranca muchas veces del calor de las sábanas y
me obliga, desvelado, a buscar dentro de mi ensueño la explicación a mis
tensiones y angustias.
Aunque
ahora recuerdo; sí, recuerdo.
Recuerdo
que siendo niño, mis hermanos mayores que gastaban bromas por doquier, siempre
entraban a mi habitación vestidos con trajes viejos de mi padre o tules negros
que mi madre había usado en el entierro de algún pariente, provistos de
lámparas o velas debajo de sus rostros, cantaban alguna canción procedente
de mitos o leyendas norteñas; a modo de
lamento decían:
-La
muerte te espera, te espera la muerte, cuando duermas también llegará para ti-
Lo
recordé nítidamente, mientras espiaba la calle desierta.
También
recuerdo que mi padre, (no mi madre, porque a ella nada le importaba), los
castigaba con dureza cuando yo le contaba del calvario que me habían hecho
padecer esa noche.
Y
me pregunto: ¿Por qué no corrí a la habitación de mis padres cuando eso
sucedía?
Era un niño todavía; no correspondía que se me
tildara de cobarde o de estúpido; si lo era, y mi edad me protegía de cualquier calificativo
que pudieran atribuirme los demás. Sin embargo no corría aterrorizado a la
habitación de mis padres. Soportaba estoicamente el miedo que muchas noches mis
hermanos infligían a mi ser desprotegido, rumiando que algún día, cuando
creciera, ya no me tratarían como a un tonto para practicar sus juegos
diabólicos y la tortura terminaría cumplidos los años necesarios y aprendiera a
defenderme.
El tiempo
pasó y mis hermanos, ya crecidos, se dedicaron a molestar de diversas
maneras a otros más débiles que yo. Sin embargo, cuando las madrugadas se
avecinaban, mi sueño se interrumpía y los fantasmas del pasado se apoderaban de
mí como tropas maléficas, con rostros sangrantes, donde pululaban insectos y
gusanos que caían a mi cama, se escurrían entre mis sábanas recién lavadas y
planchadas, dejando un hedor nauseabundo y manchas negruzcas en los pliegues.
Mi
madre me retaba, no entendía cómo cada tantos días mis sábanas aparecían hechas
un asco. Así que las mandaba a lavar y planchar a la tintorería, porque no
soportaba tanta inmundicia, ni
sus manos podían tocar semejante
asquerosidad, mucho menos de su hijo.
La
noche seguía su curso como un río oscuro que vertiginosamente desemboca en el
mar. Yo miraba alucinado tras el vidrio
de la puerta los árboles que oscilaban en un vaivén mágico, semejantes a esqueletos bailando una danza sombría al
compás del bramido del viento.
No
había encendido las luces para no molestar el sueño de los habitantes de la
casa. A mis espaldas sentí amenazante la oscuridad del vestíbulo apoderándose de la estancia como si un
gigante cayera sobre mí para arrancarme el corazón y tragarlo sin piedad.
Temí
darme vuelta y ver el rostro del pasado. Temí ver la silueta de mis hermanos
arrastrándose como ánimas. Temí que resonara una vez más su cántico ululante.
Temí
regresar a la niñez.
Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)
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