SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

domingo, 24 de junio de 2012

Breve Crónica de un amor


Hace catorce años, tres meses y quince días iba caminando por calle Mendoza y Alsina, cuando divisé  en la esquina una jaula en la vidriera de una veterinaria, me paré  como siempre lo hago cuando veo los perritos que expuestos miran con cara de soledad a los transeúntes que pasan por el barrio.  En la jaula había dos perritas, una Terrier y una Cocker, la primera ladraba y golpeaba la jaula con su característico ataque de histeria, saltaba dando brincos en el aire como una marioneta, un resorte de pelo duro que atraía la atención de los chicos que jugaban en la casa vecina, la otra, una orejuda, de melena azabache y antifaz de payaso, estaba quietita, sentada sobre sus cuarto trasero, no hacía ningún aspaviento, solo me  miraba con ojos de un brillo inusitado  que fulguraban sobre el vidrio de la ventana  y un hocico ansioso que no paraba de lamerse.
Entré para verla de cerca, pasé la mano por el barrote de la jaula y la acaricié, de inmediato me miro con sus ojos almendrados, los ojos más bellos que jamás vi en un perro, de pronto, emitió un gemido y yo que  soy supersticiosa, pensé que era un mensaje dirigido personalmente a mí por quién sabe qué designio del destino y a esa hora, en ese día que era un día más de todos los que habitualmente transcurren sin dejar marca alguna en la vida de un ser común, ese día, decidí que esa perrita formaría parte de mi mundo, y lo hizo de tal manera, con tanto amor recíproco que aún hoy me sorprendo al  pensar que pude amar tan profundamente a un animal.
Esa tarde la fui a buscar, ya estaba bañadita y con todas sus vacunas puestas, orgullosa salió a la calle con su correa anaranjada, y de pronto me convertí en barrilete y ella en un unicornio que me hizo volar por el aire, era tal la prisa que llevaba por ser libre que las dos volábamos como si por un misterioso efecto de la física, nos hubiésemos transformado en dos seres imaginarios que revivían después de haber estado durmiendo un sueño de muchos años.
Y así pasó a ser mi compañera, siempre dando vueltas alrededor mío, mirándome con sus tiernos ojitos pedigüeños, siempre moviendo su rabito cuando me veía tomar la correa y suspiraba hasta que yo le decía ¡vamos! y corcoveaba, daba giros ladrando o gimiendo porque sabía que íbamos a pasear por la plaza donde ella olía todo lo que encontraba y corría con los perros vagabundos, porque a ella le gustaban esos, los que dormían debajo de los bancos del parque, llenos de pulgas y malolientes, pero felices de libertad.
Desde que llegó a casa se subió a la cama, era caprichosa y muy mimada por nosotros, hasta que llego el  día que decidió que mi marido no podía entrar a la cama, yo era suya y no me quería compartir, ¡ay mi nena!, cómo me hiciste reír cuando lo mordiste, nunca nos pudimos abrazar en tu presencia porque vos enseguida te metías entre nuestras piernas y saltabas intentando separarnos. Los que dicen que un perro no es como un hijo, vive en otro planeta, ella hacía lo mismo que hacen los niños cuando se ponen celosos de sus padres, y yo la dejaba, todo era para ella, porque era la reina de la casa.
Todas esas tardes de verano que pasamos juntas en nuestra casa de Fúnes, cuando la nochecita  caía sobre los pinos y el campo se convertía en un manto de silencio, las dos nos acostábamos en el pasto para ver salir las estrellas, siempre con tu cabecita sobre mis piernas mientras el cielo se iba transformando en un mantel de constelaciones que brillaban sobre nuestros cuerpos y yo te hablaba de los momentos vividos y vos me respondía moviendo tu colita como un molino azucarero.
Catorce años y pico no fueron suficientes. Pero no importa, fueron catorce años de upas sobre mis piernas con tu lomo de algodón, fueron tus ronquidos sobre la almohada que no me dejaban dormir, fueron tus cuchas rotas y yo amenazándote con que nunca mas te compraría una nueva, fueron las mañanas de domingo en el parque y risas de niños jugando con tus orejas y el pororó que me quitabas de las manos,  fueron los paseos junto al río mirando pasar los barcos de ultramar,  yo fui tu barrilete y vos fuiste mi unicornio, las dos volábamos juntas ¿alguien puede entenderlo? Seguramente no, no lo entenderá el que no haya amado a su perro, o a cualquier otro animalito que modifica nuestra vida y nos transforma definitivamente en seres tocados por una varita mágica, porque eso sentimos cuando amamos, no existe la soledad ni el miedo ni la muerte ni el dolor, nada de eso existe, solo cuando amamos.
Ahora estás en tu cuchita de tierra, debajo de los árboles por donde se cuelan las estrellas que te darán consuelo y la mirada de mi amiga que como una frazadita a tu medida, entibiará tu tumba.
Al fin y al cabo no importa la muerte, lo que verdaderamente importa, es la trascendencia.

amd


viernes, 22 de junio de 2012

A DOLORES





Ha muerto un perro
¿Que importa? ¿ Si solo ha muerto un perro?
Es un perro más de todos los que mueren
en la penumbra de una ciudad de cemento.
¿Que importa? ¿ Si no fue tu compañero?
¿ni el cuenco se vació en tu casa?
¿ni a tu  cama  la meció el viento?.
¿Qué más da?  ¿Si no fue tu compañero?
Y tú que andas de prisa por el mundo
viajando con tu avaro traje de afectos
tú que solo te miras en tu propio espejo
no comprendes el funeral de los otros
de los que lloran a su perro muerto.
Ha muerto el perro…¡ha muerto!
 y tú solo te  miras en tu propio espejo.
 Vacío de compasión ya no sabes dar consuelo…
 “La noche es de silencio, de silencio agujereada
 pedacitos de cielo lloran sus estrellas mas calladas
para ti una colita azabache, para ti un ojo de ámbar
 orejas largas de bruno y dos colmillos de escarcha
y el rabo en un incansable abanico de palabras”
Te lo recuerdo ahora  para que no olvides al perro
que murió sin escuchar la piedad de tu consuelo.
Nadie presente a la hora en que mi perro ha muerto.
Nadie conocerá  la hora que agonizó en el silencio.
Ay!¿ Quién cuidará de mí en el funeral de mi perro?
En esta implacable noche, atravesada de espectros.

amd

jueves, 14 de junio de 2012

EL DÍA DESPUÉS


 Furioso ladra el perro. Escarba con sus pezuñas  la tierra. En el recodo, el duraznero siente sus uñas filosas. Siente la araña, monstruo que decapita sus raíces. Ella está en el cuarto de ladrillos corroídos por el tiempo,  oculta sobre el recoveco de la pared lateral lindera al patio vecino, en el ángulo exacto donde  ladra  el perro, encadenado a un metro y medio del gancho clavado en el muro.
Todas las mañanas juega ahí, entre las ropas almidonadas listas para planchar; la máquina de coser de su tía y un vetusto armario donde guarda prolijamente las muñecas que sus primas abandonaron con el transcurso de los años.
El sillón hamaca de su tía mapuche impregnado de olor a tabaco de pipa, se mece sin habitante, signado por la cruz del sur.
Ella le pasa la franela todas las mañanas; cierra sus ojos para no dejar escapar las imágenes del pasado  atadas a su memoria. La bolsa de agua caliente que entibiaba sus pies descalzos, el chocolate nocturno, la muñeca de papel aterciopelado con que su tía la despertaba poniéndola sobre la mesita de luz  para que le hiciera compañía las mañanas de lluvia cuando no la obligaban a ir a la escuela y ella hablaba con la muñeca como si fuera de carne y piel humanas, como si su construcción fuera resultado de una maravilla de amor. Un sentimiento que nunca había podido olvidar, el de los días de lluvia. La Cocoa con leche en la cama y la muñeca respondiendo a su voz inquisitiva: ¿cómo  y por qué? la naturaleza había sido tan benigna  y decidido qué, justo ese día que ella no quería ir a la escuela. Justo ese día llovía.  Y ella se acurrucaba en la cama con los ojos bien abiertos mirando con asombro la ventana,  y bendiciendo a las santas por haber hecho diluviar a mares.
Siempre fue feliz en ese espacio del fondo del patio. La primavera festejaba la llegada de las flores del duraznero que caían formando un colchón espeso sobre el piso de ladrillos rojos. Esperaba con paciencia la maduración de la fruta, hasta que estallaba en sus manos cuando las arrancaba sigilosa, del árbol, temiendo que alguien la descubriera al notar, el momento exacto cuando  probaba el  dulzor salvaje de su pulpa.
Ese verano llegó. Llegó con su entrecejo duro formando una línea vertical en su frente mestiza; llegó a trabajar a la fábrica de cartón. Prometía un armado meticuloso y prolijo. Dijo.
Lo miró de reojo detrás de las cortinas de la ventana de vidrios opacos, lo vio corpulento, de mirada ceñuda y hombros encorvados; posición de costurero. Pensó.
Lo observa silenciosa.
 El sol como grillete lapidario golpea los techos con su arco de fuego. Él mueve su cuerpo  con la cadencia de los leñadores recios que hachan la madera en el norte lejano. Sus maños ajadas por incontables años de partir el corazón del roble,  se ocultan dentro de los bolsillos negro parduzco en los orillos.
La obsesiona el sujeto, el silencio plano de su mirada torva. Desde el cuartito ella espía entusiasmada la ejecución del trabajo matutino, mientras los pájaros revolotean sobre los nidos rosados del duraznero. Lo ve encender un resto de cigarrillo que encontró en el bolsillo apretado de su chaleco. Lo fuma pausado y profundo con una boca viril marcada por las arrugas implacables de los tomadores de mate. Lo degusta de la misma forma que el lobo saborea la presa cazada y enterrada tiempo atrás y que ahora encuentra en el pozo donde fue madurando el olor y el sabor exacto para ser comida. El cigarrillo se consume  igual que la presa entre los dientes del lobo y él entrecierra los ojos en señal de éxtasis, supliendo la insatisfacción de un apetito que su condición de pobre le impide cumplir.
El verano calcina los duraznos que caen desnudos sobre el patio de ladrillos, el cuartito transpira en sus paredes el calor que lame con su lengua de fuego las muñecas desvencijadas formando una torre de torsos y cabezas apiladas sobre el escaparate que cruje ahogado por el exceso de humedad.
Sigilosa, abre la puerta;  su pie trastabilla en el marco haciendo un ruido que le produce deseos de matar al constructor; una  brisa al ras del suelo lame por un instante el sudor de su oído: levanta la vista y lo ve en toda su extensión: una mezcla de temor y fascinación se apodera de ella cuando él  extiende la mano para que se levante del suelo; él aprieta sus  dedos hasta hacerlos crujir; la incorpora brutalmente, haciéndola saltar como un resorte, como una muñeca decapitada por un  niño que destroza sin piedad lo  prohibido. Deseoso, oscuro,  codicioso de la fruta que apenas comienza a madurar, sus manos estrujan el leve cuerpo exhausto. Sus manos de leñador, sus manos deshacen meticulosas cada uno de sus miembros, sus manos ásperas, toscas, enojadas, sus manos cazadoras…
Ladra furioso el perro contra el muro.
El día después no regresó.

Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)





lunes, 11 de junio de 2012

El lenguaje


  1. El lobo de la noche mastica los escombros del lenguaje / Transmuta las vocales / Enumera el coro polifónico de los cánticos versados / Dioses milenarios proclaman el llanto de la derrota / Las letras brotan en la arena del desierto / Dispersa el viento el eco del gemido / Árida la lengua / sorbe la última gota del estanque / Sequía en las cuerdas vocales / Hambre que lame la herida / Un vino amargo lastima la papila / El ojo errante señala la línea / Entrelíneas del saber / Todo lo he olvidado / Desmemoria que desgarra cada párrafo / Silencio / Nada más que esta triste mujer que enmudece / Tu nombre.

    amd