SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

jueves, 14 de junio de 2012

EL DÍA DESPUÉS


 Furioso ladra el perro. Escarba con sus pezuñas  la tierra. En el recodo, el duraznero siente sus uñas filosas. Siente la araña, monstruo que decapita sus raíces. Ella está en el cuarto de ladrillos corroídos por el tiempo,  oculta sobre el recoveco de la pared lateral lindera al patio vecino, en el ángulo exacto donde  ladra  el perro, encadenado a un metro y medio del gancho clavado en el muro.
Todas las mañanas juega ahí, entre las ropas almidonadas listas para planchar; la máquina de coser de su tía y un vetusto armario donde guarda prolijamente las muñecas que sus primas abandonaron con el transcurso de los años.
El sillón hamaca de su tía mapuche impregnado de olor a tabaco de pipa, se mece sin habitante, signado por la cruz del sur.
Ella le pasa la franela todas las mañanas; cierra sus ojos para no dejar escapar las imágenes del pasado  atadas a su memoria. La bolsa de agua caliente que entibiaba sus pies descalzos, el chocolate nocturno, la muñeca de papel aterciopelado con que su tía la despertaba poniéndola sobre la mesita de luz  para que le hiciera compañía las mañanas de lluvia cuando no la obligaban a ir a la escuela y ella hablaba con la muñeca como si fuera de carne y piel humanas, como si su construcción fuera resultado de una maravilla de amor. Un sentimiento que nunca había podido olvidar, el de los días de lluvia. La Cocoa con leche en la cama y la muñeca respondiendo a su voz inquisitiva: ¿cómo  y por qué? la naturaleza había sido tan benigna  y decidido qué, justo ese día que ella no quería ir a la escuela. Justo ese día llovía.  Y ella se acurrucaba en la cama con los ojos bien abiertos mirando con asombro la ventana,  y bendiciendo a las santas por haber hecho diluviar a mares.
Siempre fue feliz en ese espacio del fondo del patio. La primavera festejaba la llegada de las flores del duraznero que caían formando un colchón espeso sobre el piso de ladrillos rojos. Esperaba con paciencia la maduración de la fruta, hasta que estallaba en sus manos cuando las arrancaba sigilosa, del árbol, temiendo que alguien la descubriera al notar, el momento exacto cuando  probaba el  dulzor salvaje de su pulpa.
Ese verano llegó. Llegó con su entrecejo duro formando una línea vertical en su frente mestiza; llegó a trabajar a la fábrica de cartón. Prometía un armado meticuloso y prolijo. Dijo.
Lo miró de reojo detrás de las cortinas de la ventana de vidrios opacos, lo vio corpulento, de mirada ceñuda y hombros encorvados; posición de costurero. Pensó.
Lo observa silenciosa.
 El sol como grillete lapidario golpea los techos con su arco de fuego. Él mueve su cuerpo  con la cadencia de los leñadores recios que hachan la madera en el norte lejano. Sus maños ajadas por incontables años de partir el corazón del roble,  se ocultan dentro de los bolsillos negro parduzco en los orillos.
La obsesiona el sujeto, el silencio plano de su mirada torva. Desde el cuartito ella espía entusiasmada la ejecución del trabajo matutino, mientras los pájaros revolotean sobre los nidos rosados del duraznero. Lo ve encender un resto de cigarrillo que encontró en el bolsillo apretado de su chaleco. Lo fuma pausado y profundo con una boca viril marcada por las arrugas implacables de los tomadores de mate. Lo degusta de la misma forma que el lobo saborea la presa cazada y enterrada tiempo atrás y que ahora encuentra en el pozo donde fue madurando el olor y el sabor exacto para ser comida. El cigarrillo se consume  igual que la presa entre los dientes del lobo y él entrecierra los ojos en señal de éxtasis, supliendo la insatisfacción de un apetito que su condición de pobre le impide cumplir.
El verano calcina los duraznos que caen desnudos sobre el patio de ladrillos, el cuartito transpira en sus paredes el calor que lame con su lengua de fuego las muñecas desvencijadas formando una torre de torsos y cabezas apiladas sobre el escaparate que cruje ahogado por el exceso de humedad.
Sigilosa, abre la puerta;  su pie trastabilla en el marco haciendo un ruido que le produce deseos de matar al constructor; una  brisa al ras del suelo lame por un instante el sudor de su oído: levanta la vista y lo ve en toda su extensión: una mezcla de temor y fascinación se apodera de ella cuando él  extiende la mano para que se levante del suelo; él aprieta sus  dedos hasta hacerlos crujir; la incorpora brutalmente, haciéndola saltar como un resorte, como una muñeca decapitada por un  niño que destroza sin piedad lo  prohibido. Deseoso, oscuro,  codicioso de la fruta que apenas comienza a madurar, sus manos estrujan el leve cuerpo exhausto. Sus manos de leñador, sus manos deshacen meticulosas cada uno de sus miembros, sus manos ásperas, toscas, enojadas, sus manos cazadoras…
Ladra furioso el perro contra el muro.
El día después no regresó.

Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)





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