Furioso ladra
el perro. Escarba con sus pezuñas la
tierra. En el recodo, el duraznero siente sus uñas filosas. Siente la araña,
monstruo que decapita sus raíces. Ella está en el cuarto de ladrillos corroídos
por el tiempo, oculta sobre el recoveco
de la pared lateral lindera al patio vecino, en el ángulo exacto donde ladra el perro, encadenado a un metro y medio del
gancho clavado en el muro.
Todas las mañanas juega
ahí, entre las ropas almidonadas listas para planchar; la máquina de coser de
su tía y un vetusto armario donde guarda prolijamente las muñecas que sus
primas abandonaron con el transcurso de los años.
El sillón hamaca de su
tía mapuche impregnado de olor a tabaco de pipa, se mece sin habitante, signado
por la cruz del sur.
Ella le pasa la franela
todas las mañanas; cierra sus ojos para no dejar escapar las imágenes del
pasado atadas a su memoria. La bolsa de
agua caliente que entibiaba sus pies descalzos, el chocolate nocturno, la
muñeca de papel aterciopelado con que su tía la despertaba poniéndola sobre la
mesita de luz para que le hiciera
compañía las mañanas de lluvia cuando no la obligaban a ir a la escuela y ella
hablaba con la muñeca como si fuera de carne y piel humanas, como si su
construcción fuera resultado de una maravilla de amor. Un sentimiento que nunca
había podido olvidar, el de los días de lluvia. La Cocoa con leche en la cama y
la muñeca respondiendo a su voz inquisitiva: ¿cómo y por qué? la naturaleza había sido tan
benigna y decidido qué, justo ese día
que ella no quería ir a la escuela. Justo ese día llovía. Y ella se acurrucaba en la cama con los ojos bien
abiertos mirando con asombro la ventana,
y bendiciendo a las santas por haber hecho diluviar a mares.
Siempre fue feliz en
ese espacio del fondo del patio. La primavera festejaba la llegada de las
flores del duraznero que caían formando un colchón espeso sobre el piso de
ladrillos rojos. Esperaba con paciencia la maduración de la fruta, hasta que
estallaba en sus manos cuando las arrancaba sigilosa, del árbol, temiendo que
alguien la descubriera al notar, el momento exacto cuando probaba el dulzor salvaje de su pulpa.
Ese verano llegó. Llegó
con su entrecejo duro formando una línea vertical en su frente mestiza; llegó a
trabajar a la fábrica de cartón. Prometía un armado meticuloso y prolijo. Dijo.
Lo miró de reojo detrás
de las cortinas de la ventana de vidrios opacos, lo vio corpulento, de mirada
ceñuda y hombros encorvados; posición de costurero. Pensó.
Lo observa silenciosa.
El sol como grillete lapidario golpea los
techos con su arco de fuego. Él mueve su cuerpo
con la cadencia de los leñadores recios que hachan la madera en el norte
lejano. Sus maños ajadas por incontables años de partir el corazón del roble, se ocultan dentro de los bolsillos negro parduzco
en los orillos.
La obsesiona el sujeto,
el silencio plano de su mirada torva. Desde el cuartito ella espía entusiasmada
la ejecución del trabajo matutino, mientras los pájaros revolotean sobre los
nidos rosados del duraznero. Lo ve encender un resto de cigarrillo que encontró
en el bolsillo apretado de su chaleco. Lo fuma pausado y profundo con una boca
viril marcada por las arrugas implacables de los tomadores de mate. Lo degusta
de la misma forma que el lobo saborea la presa cazada y enterrada tiempo atrás
y que ahora encuentra en el pozo donde fue madurando el olor y el sabor exacto
para ser comida. El cigarrillo se consume igual que la presa entre los dientes del lobo
y él entrecierra los ojos en señal de éxtasis, supliendo la insatisfacción de
un apetito que su condición de pobre le impide cumplir.
El verano calcina los
duraznos que caen desnudos sobre el patio de ladrillos, el cuartito transpira en
sus paredes el calor que lame con su lengua de fuego las muñecas desvencijadas
formando una torre de torsos y cabezas apiladas sobre el escaparate que cruje
ahogado por el exceso de humedad.
Sigilosa, abre la
puerta; su pie trastabilla en el marco haciendo
un ruido que le produce deseos de matar al constructor; una brisa al ras del suelo lame por un instante el
sudor de su oído: levanta la vista y lo ve en toda su extensión: una mezcla de
temor y fascinación se apodera de ella cuando él extiende la mano para que se levante del suelo;
él aprieta sus dedos hasta hacerlos
crujir; la incorpora brutalmente, haciéndola saltar como un resorte, como una
muñeca decapitada por un niño que destroza
sin piedad lo prohibido. Deseoso,
oscuro, codicioso de la fruta que apenas
comienza a madurar, sus manos estrujan el leve cuerpo exhausto. Sus manos de
leñador, sus manos deshacen meticulosas cada uno de sus miembros, sus manos
ásperas, toscas, enojadas, sus manos cazadoras…
Ladra furioso el perro
contra el muro.
El día después no
regresó.
Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)
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