SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

miércoles, 31 de julio de 2013

CON SAM EN UNA CARRETERA

Anoche viajábamos con Sam por la vieja  Ruta 66 que une Illinois con Arizona.  En silencio contemplábamos el vasto desierto que reflejaba la luz de la luna sobre las yucas y cactus, y las piedras que caían abruptamente desde las sierras,  aún permanecían tibias, exhalando el último calor de una tarde agobiante. Las ventanillas del Ford, modelo 58, estaban abiertas. A través de ellas se colaba un corrosivo viento que azotaba mi cabello. Sam fijaba la vista sobre la carretera apenas iluminada por los faros del  F100, cuando un búho pasajero aleteó sobre el techo y con un ala rozo el espejo retrovisor derecho. Una de sus plumas, arrancada de cuajo, se clavó en mi brazo y grité asustada intentando llamar su atención.

–Has visto al búho- le pregunté.

–Cómo no lo voy a ver – respondió.

 –Siempre veo, hasta lo que no se ve -

 Atábamos las sillas para que el viento que venía de las planicies del sur no las hiciera volar.

 - ¿Recuerdas? -

… “Muy lejos, en los densos bosques del norte, hay un lago negro y profundo que está construido por el hombre en forma de diamante perfecto. En verano está lleno de castores, garzas reales, ranas, patos de Florida, y un par de somormujos con los ojos rojos que trinan con ese tono inquietante que recuerda al aullido de un lobo. A veces aparece momentáneamente, y como por arte de magia, un grupo de ciervos y alces procedentes del interior del bosque negro, y luego vuelven a ocultarse en los tupidos alerces y pinos”…

Sam se detuvo en la banquina.

 – Recuerdo – dijo.

Rozó levemente mi cuello con sus manos. Gotas de sudor se deslizaron  entre mis senos. Acercó su boca a mi boca y lamió mis labios con una dulce saliva que olía a tabaco. Sus ojos ataviados con una mezcla de dulzura y temor, me miraron expectantes.

-No temas. Le dije.

-Ya no importa que ella haya estado leyendo a Proust- 


Ana Danich 




lunes, 29 de julio de 2013

YO MUJER


Yo mujer / que tragué  saliva de cien bocas,

piel  naranja cocinada en la brasa hasta el hartazgo /

yo profana / maldita y bendecida / sibarita,

desterrada  desde el día que me abortaron al mundo

con un fierro candente entre mis labios /

aunque el pellejo de mi cuerpo fuese arrancado sin piedad

amaría sin importarme el resultado.

Yo / perra hambrienta  / lamo el azúcar de mi herida,

vampiresa tirana / loca de los escombros,

tartamuda de tu nombre en la quijada.

Yo /  llena de tersuras escondidas  en mi cuerpo /

redondez de limón que ha perdido su substancia /

un sabor amargo, incierto,  pule las arrugas de mi cuello,

un poco demasiado ajado como un lirio bajo el hielo

de este invierno voraz / de este viento que mutila

la cáscara que envuelve  mis huesos mal paridos /

desvestidos y adorados por los hombres de la especie /

eléctrica / rea desalmada / lunática / ave errática. Yo.



Ana Danich (de: Cuerpo de Piedra)






LOS QUE AMAN, ODIAN

Ella nos miraba desde su cama. Su rostro denotaba una profunda mueca de hastío que hacía años veníamos soportando y ya formaba parte de nuestra vida cotidiana, como si su sufrimiento fuera parte de nuestras obligaciones.

Esa mañana, Lilia le pintaba las uñas de los pies con su color preferido; yo, desobedeciendo las órdenes de mamá, le cantaba:
— Tengo una muñeca vestida de azul, con sus zapatitos y su canesú, dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis—, y le besaba uno a uno los dedos de sus manos mientras su mirada recorría cada uno de los gestos que nosotras impostábamos para demostrarle nuestro amor.

Desde hacía mucho tiempo habíamos instalado la mesa de juegos en su habitación, lugar donde nunca se escuchaban voces exaltadas ni la acostumbrada alegría de los niños, ni siquiera nuestras amigas podían entrar. Sólo nuestros pasos retumbaban en el silencio impuesto. Esa era nuestra vida.

—¡Necesita compañía!— decía nuestra madre, en forma de reproche, y nuestras bocas se turbaban, lanzando silenciosos epítetos, a tal punto que se asemejaban a las muecas grotescas de dos brujas camino a la hoguera.

—¡Parece  muerta!— dijo Lilia, y recogió en silencio las fichas de  dominó esparcidas sobre la mesa.

Era domingo y las campanas de la iglesia marcaban las 17.45 en punto. Ya estábamos vestidas para ir a misa, esperando que nuestras amigas tocaran la puerta con un suave toctoc, para escapar de allí corriendo y unirnos con ellas a la fiesta dominical, exhibiendo el velo cuidadosamente tejido por nuestras tías, que luego guardaríamos sin más, en algún bolsillo de nuestras chaquetas.

Partimos, sin pesadumbre, cantando aleluyas y saltando como conejitos sobre la vereda oscurecida por la inminente puesta del sol, hasta llegar a la puerta del convento San Carlos, donde se congregaban los fieles, con sus correspondientes auras, cargadas de pecados.

Esperamos en la puerta de la iglesia hasta que todos entraron y, lejos de las miradas de los mayores que cada tanto controlaban nuestras desmesuras, nos desviamos del camino y fuimos a correr por los pasillos de la parte antigua del monasterio, poblado de penumbras que acechaban desde los ángulos de la edificación franciscana. Allí se encontraba el museo con pertenencias del austero padre de la patria y el cementerio de los curas que alguna vez habían traicionado a los godos.

A mí no me importaban las misas, ya un sacerdote me había convencido de que Dios no existía. Sucedió cuando había ido a confirmarme y al no poder contestar con las respuestas apropiadas, me envió a estudiar catequesis, exclamando que una verdadera cristiana debía tener un fundamento para reafirmar su fe. Dicha humillación no me afligió demasiado, porque ese vocablo había sido borrado del libro de mi vida cuando comprendí que mi hermana jamás podría ser una niña feliz.

Lilia y nuestras amigas decidieron que tampoco les interesaban demasiado los sermones, padrenuestros y avemarías, así que ninguna guardaba remordimientos por las faltas cometidas.

Pasamos la hora correspondiente a la liturgia jugando entre las lápidas de los curas muertos hacía ciento cincuenta años, parodiando el calvario que habían sufrido en ese edificio húmedo y laberíntico, alejados de toda fruición humana, consagrados a los santos y a la abstinencia del cuerpo.

— ¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa!— repetíamos frenéticamente, riendo a carcajadas y arrojando cascotes que caían sobre los sepulcros teñidos por la laca mohosa de tiempo.

Ese espacio era para nosotras…¡el paraíso! Nadie nos controlaba, y podíamos dejar volar nuestra imaginación sin recibir órdenes o imposiciones de los adultos, que reprimían nuestros instintos primarios y coartaban la libertad que difícilmente podíamos experimentar en otras circunstancias.

Rara vez pensamos en nuestra hermana, postrada en su cama. Sólo lo hicimos cuando llegó la hora de regresar a nuestra casa y fue en ese momento cuando sentimos el peso de la carga impuesta desde hacía años en nuestras conciencias. ¿Qué culpa teníamos nosotras que ella padeciera semejante dolor? Si el cuervo que traía mensajes de otro mundo, se había posado sobre su hombro, ¿por qué debíamos pagar nosotras?

Abrimos la puerta de nuestra casa, borrando las huellas de festejo de nuestros rostros, quitándonos la máscara de alegría que  unos minutos antes denotaba la irresponsabilidad de la niñez.

El gato de nuestra vecina, que ella adoraba, pero que nosotras odiábamos, saltó desde las ramas del limonero hasta el tapial y desde allí fue deslizándose entre los muebles hasta la habitación donde ella permanecía inmóvil. Se acomodó a sus pies, impidiéndonos acercarnos y nos miró con ojos desafiantes. Sus colmillos sobresalían amenazantes en la errática penumbra y su cuerpo en posición de ataque simulaba una mancha asesina en la inmaculada blancura de las sábanas.

Retrocedimos asustadas.

La lámpara seguía encendida, reflejando una tenue luz sobre el rostro de nuestra hermana. Su boca entreabierta destilaba una baba que corría por las pálidas grietas de su tez, cuya blancura había aumentado, trastocando la expresión de horas atrás, y sus manos que antes de irnos estaban crispadas, haciendo un nudo tenso con las sábanas, descansaban ahora a un costado, relajadas sobre el lecho. Se escuchaban llantos y plegarias que venían del recóndito abismo de la otra habitación.

Lilia y yo nos miramos sin sorpresa. Susurramos bajito, muy bajito: “Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis”.

Y sonreímos aliviadas.


Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)






martes, 16 de julio de 2013

LA POESÍA


la poesía es subjetiva / dijo /

¿ves el astro?  / preguntó /

quizás sea una naranja sobre el azul / también

puede ser una mandarina que cayó en la fuente,

para los gorriones la fruta es subjetiva / dijo /

mientras bautizan su plumaje / miran sus patas de águila

picotean pausadamente los gajos dorados

el sol bruñido /  una naranja encerada



Ana Danich (de: Contemplación)


lunes, 15 de julio de 2013

CONTEMPLACIÓN DEL PARANÁ

En la pausa que regala el mediodía
monedas de oro vigilan el sendero de los barcos
una garza  aletea en el contorno de los muelles
deja su estela de plumas milagrosas
sacude su pico en el aire y levanta vuelo
hacia el puente que une las ciudades.

Hoy está manso el Paraná
a la deriva pasan camalotes con serpientes de cuellos enjoyados
una rana croa y la quietud de las doce
cae como una antorcha sobre el irupé
aireada ninfa púrpura de los esteros,
una orfandad de flor arrancada de su tierra
que flota en el surco amarronado de las aguas.

Se viene la creciente, grita el canoero
no en vano el sábalo agita sus escamas asustadas.
Yo lo contemplo y creo que el espíritu de Juan
arranca de mis ojos la mirada y la sumerge
en la cavidad del rio que este mediodía
hace burbujear en mi garganta las palabras.

Ana Danich  (de: Contemplación)




jueves, 11 de julio de 2013

Si supieras las serpientes que habitan hoy mi selva / no quisieras estar aquí / no / no / quisieras estar en vuelo rasante allá donde te encuentras /   en las alturas / dónde anida el águila/  lejos de toda rasgadura / porque estamos hermanadas y gritan nuestras vertebras / Quebrada como quilla de un barco  / agito señales incendiarias / que navegan por el rio hasta tu puerto / Estoy aquí / pero estos días / los bruscos ojos regados de cenizas / lloran la falta de opio que consuele /  mi cuerpo que sucumbe en el abismo / clama el abrazo de tu pluma misteriosa / Amiga / riega esa fruta con aguita de tus ojos / no quiero ser desierto de palabras /  ni piedra que ande rodando sin sentido / Ya lo sabes / entre nosotras no existe la distancia / sólo un temblor en las manos del agobio / sin embargo /  miro  la retina de un jaguareté / y te evoco.

a Zulma Liliana Sosa

10 de Junio de 2013