SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

lunes, 29 de julio de 2013

LOS QUE AMAN, ODIAN

Ella nos miraba desde su cama. Su rostro denotaba una profunda mueca de hastío que hacía años veníamos soportando y ya formaba parte de nuestra vida cotidiana, como si su sufrimiento fuera parte de nuestras obligaciones.

Esa mañana, Lilia le pintaba las uñas de los pies con su color preferido; yo, desobedeciendo las órdenes de mamá, le cantaba:
— Tengo una muñeca vestida de azul, con sus zapatitos y su canesú, dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis—, y le besaba uno a uno los dedos de sus manos mientras su mirada recorría cada uno de los gestos que nosotras impostábamos para demostrarle nuestro amor.

Desde hacía mucho tiempo habíamos instalado la mesa de juegos en su habitación, lugar donde nunca se escuchaban voces exaltadas ni la acostumbrada alegría de los niños, ni siquiera nuestras amigas podían entrar. Sólo nuestros pasos retumbaban en el silencio impuesto. Esa era nuestra vida.

—¡Necesita compañía!— decía nuestra madre, en forma de reproche, y nuestras bocas se turbaban, lanzando silenciosos epítetos, a tal punto que se asemejaban a las muecas grotescas de dos brujas camino a la hoguera.

—¡Parece  muerta!— dijo Lilia, y recogió en silencio las fichas de  dominó esparcidas sobre la mesa.

Era domingo y las campanas de la iglesia marcaban las 17.45 en punto. Ya estábamos vestidas para ir a misa, esperando que nuestras amigas tocaran la puerta con un suave toctoc, para escapar de allí corriendo y unirnos con ellas a la fiesta dominical, exhibiendo el velo cuidadosamente tejido por nuestras tías, que luego guardaríamos sin más, en algún bolsillo de nuestras chaquetas.

Partimos, sin pesadumbre, cantando aleluyas y saltando como conejitos sobre la vereda oscurecida por la inminente puesta del sol, hasta llegar a la puerta del convento San Carlos, donde se congregaban los fieles, con sus correspondientes auras, cargadas de pecados.

Esperamos en la puerta de la iglesia hasta que todos entraron y, lejos de las miradas de los mayores que cada tanto controlaban nuestras desmesuras, nos desviamos del camino y fuimos a correr por los pasillos de la parte antigua del monasterio, poblado de penumbras que acechaban desde los ángulos de la edificación franciscana. Allí se encontraba el museo con pertenencias del austero padre de la patria y el cementerio de los curas que alguna vez habían traicionado a los godos.

A mí no me importaban las misas, ya un sacerdote me había convencido de que Dios no existía. Sucedió cuando había ido a confirmarme y al no poder contestar con las respuestas apropiadas, me envió a estudiar catequesis, exclamando que una verdadera cristiana debía tener un fundamento para reafirmar su fe. Dicha humillación no me afligió demasiado, porque ese vocablo había sido borrado del libro de mi vida cuando comprendí que mi hermana jamás podría ser una niña feliz.

Lilia y nuestras amigas decidieron que tampoco les interesaban demasiado los sermones, padrenuestros y avemarías, así que ninguna guardaba remordimientos por las faltas cometidas.

Pasamos la hora correspondiente a la liturgia jugando entre las lápidas de los curas muertos hacía ciento cincuenta años, parodiando el calvario que habían sufrido en ese edificio húmedo y laberíntico, alejados de toda fruición humana, consagrados a los santos y a la abstinencia del cuerpo.

— ¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa!— repetíamos frenéticamente, riendo a carcajadas y arrojando cascotes que caían sobre los sepulcros teñidos por la laca mohosa de tiempo.

Ese espacio era para nosotras…¡el paraíso! Nadie nos controlaba, y podíamos dejar volar nuestra imaginación sin recibir órdenes o imposiciones de los adultos, que reprimían nuestros instintos primarios y coartaban la libertad que difícilmente podíamos experimentar en otras circunstancias.

Rara vez pensamos en nuestra hermana, postrada en su cama. Sólo lo hicimos cuando llegó la hora de regresar a nuestra casa y fue en ese momento cuando sentimos el peso de la carga impuesta desde hacía años en nuestras conciencias. ¿Qué culpa teníamos nosotras que ella padeciera semejante dolor? Si el cuervo que traía mensajes de otro mundo, se había posado sobre su hombro, ¿por qué debíamos pagar nosotras?

Abrimos la puerta de nuestra casa, borrando las huellas de festejo de nuestros rostros, quitándonos la máscara de alegría que  unos minutos antes denotaba la irresponsabilidad de la niñez.

El gato de nuestra vecina, que ella adoraba, pero que nosotras odiábamos, saltó desde las ramas del limonero hasta el tapial y desde allí fue deslizándose entre los muebles hasta la habitación donde ella permanecía inmóvil. Se acomodó a sus pies, impidiéndonos acercarnos y nos miró con ojos desafiantes. Sus colmillos sobresalían amenazantes en la errática penumbra y su cuerpo en posición de ataque simulaba una mancha asesina en la inmaculada blancura de las sábanas.

Retrocedimos asustadas.

La lámpara seguía encendida, reflejando una tenue luz sobre el rostro de nuestra hermana. Su boca entreabierta destilaba una baba que corría por las pálidas grietas de su tez, cuya blancura había aumentado, trastocando la expresión de horas atrás, y sus manos que antes de irnos estaban crispadas, haciendo un nudo tenso con las sábanas, descansaban ahora a un costado, relajadas sobre el lecho. Se escuchaban llantos y plegarias que venían del recóndito abismo de la otra habitación.

Lilia y yo nos miramos sin sorpresa. Susurramos bajito, muy bajito: “Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis”.

Y sonreímos aliviadas.


Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)






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