Anoche viajábamos con
Sam por la vieja Ruta 66 que une
Illinois con Arizona. En silencio contemplábamos
el vasto desierto que reflejaba la luz de la luna sobre las yucas y cactus, y las
piedras que caían abruptamente desde las sierras, aún permanecían tibias, exhalando el último
calor de una tarde agobiante. Las ventanillas del Ford, modelo 58, estaban
abiertas. A través de ellas se colaba un corrosivo viento que azotaba mi
cabello. Sam fijaba la vista sobre la carretera apenas iluminada por los faros
del F100, cuando un búho pasajero aleteó
sobre el techo y con un ala rozo el espejo retrovisor derecho. Una de sus plumas,
arrancada de cuajo, se clavó en mi brazo y grité asustada intentando llamar su
atención.
–Has visto al búho- le
pregunté.
–Cómo no lo voy a ver –
respondió.
–Siempre veo, hasta lo que no se ve -
Atábamos las sillas para que el viento que
venía de las planicies del sur no las hiciera volar.
- ¿Recuerdas? -
… “Muy lejos, en los
densos bosques del norte, hay un lago negro y profundo que está construido por
el hombre en forma de diamante perfecto. En verano está lleno de castores,
garzas reales, ranas, patos de Florida, y un par de somormujos con los ojos
rojos que trinan con ese tono inquietante que recuerda al aullido de un lobo. A
veces aparece momentáneamente, y como por arte de magia, un grupo de ciervos y
alces procedentes del interior del bosque negro, y luego vuelven a ocultarse en
los tupidos alerces y pinos”…
Sam se detuvo en la
banquina.
– Recuerdo – dijo.
Rozó levemente mi
cuello con sus manos. Gotas de sudor se deslizaron entre mis senos. Acercó su boca a mi boca y
lamió mis labios con una dulce saliva que olía a tabaco. Sus ojos ataviados con
una mezcla de dulzura y temor, me miraron expectantes.
-No temas. Le dije.
-Ya no importa que ella haya estado leyendo a Proust-
-Ya no importa que ella haya estado leyendo a Proust-
Ana Danich
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