Hace catorce años, tres
meses y quince días iba caminando por calle Mendoza y Alsina, cuando divisé en la esquina una jaula en la vidriera de una
veterinaria, me paré como siempre lo
hago cuando veo los perritos que expuestos miran con cara de soledad a los transeúntes
que pasan por el barrio. En la jaula había
dos perritas, una Terrier y una Cocker, la primera ladraba y golpeaba la jaula
con su característico ataque de histeria, saltaba dando brincos en el aire como
una marioneta, un resorte de pelo duro que atraía la atención de los chicos que
jugaban en la casa vecina, la otra, una orejuda, de melena azabache y antifaz
de payaso, estaba quietita, sentada sobre sus cuarto trasero, no hacía ningún aspaviento,
solo me miraba con ojos de un brillo
inusitado que fulguraban sobre el vidrio
de la ventana y un hocico ansioso que no
paraba de lamerse.
Entré para verla de
cerca, pasé la mano por el barrote de la jaula y la acaricié, de inmediato me miro
con sus ojos almendrados, los ojos más bellos que jamás vi en un perro, de
pronto, emitió un gemido y yo que soy
supersticiosa, pensé que era un mensaje dirigido personalmente a mí por quién
sabe qué designio del destino y a esa hora, en ese día que era un día más de
todos los que habitualmente transcurren sin dejar marca alguna en la vida de un
ser común, ese día, decidí que esa perrita formaría parte de mi mundo, y lo
hizo de tal manera, con tanto amor recíproco que aún hoy me sorprendo al pensar que pude amar tan profundamente a un
animal.
Esa tarde la fui a
buscar, ya estaba bañadita y con todas sus vacunas puestas, orgullosa salió a
la calle con su correa anaranjada, y de pronto me convertí en barrilete y ella
en un unicornio que me hizo volar por el aire, era tal la prisa que llevaba por
ser libre que las dos volábamos como si por un misterioso efecto de la física,
nos hubiésemos transformado en dos seres imaginarios que revivían después de
haber estado durmiendo un sueño de muchos años.
Y así pasó a ser mi
compañera, siempre dando vueltas alrededor mío, mirándome con sus tiernos
ojitos pedigüeños, siempre moviendo su rabito cuando me veía tomar la correa y
suspiraba hasta que yo le decía ¡vamos! y corcoveaba, daba giros ladrando o
gimiendo porque sabía que íbamos a pasear por la plaza donde ella olía todo lo
que encontraba y corría con los perros vagabundos, porque a ella le gustaban
esos, los que dormían debajo de los bancos del parque, llenos de pulgas y
malolientes, pero felices de libertad.
Desde que llegó a casa
se subió a la cama, era caprichosa y muy mimada por nosotros, hasta que llego
el día que decidió que mi marido no
podía entrar a la cama, yo era suya y no me quería compartir, ¡ay mi nena!, cómo
me hiciste reír cuando lo mordiste, nunca nos pudimos abrazar en tu presencia porque
vos enseguida te metías entre nuestras piernas y saltabas intentando
separarnos. Los que dicen que un perro no es como un hijo, vive en otro
planeta, ella hacía lo mismo que hacen los niños cuando se ponen celosos de sus
padres, y yo la dejaba, todo era para ella, porque era la reina de la casa.
Todas esas tardes de
verano que pasamos juntas en nuestra casa de Fúnes, cuando la nochecita caía sobre los pinos y el campo se convertía
en un manto de silencio, las dos nos acostábamos en el pasto para ver salir las
estrellas, siempre con tu cabecita sobre mis piernas mientras el cielo se iba
transformando en un mantel de constelaciones que brillaban sobre nuestros
cuerpos y yo te hablaba de los momentos vividos y vos me respondía moviendo tu
colita como un molino azucarero.
Catorce años y pico no
fueron suficientes. Pero no importa, fueron catorce años de upas sobre mis
piernas con tu lomo de algodón, fueron tus ronquidos sobre la almohada que no
me dejaban dormir, fueron tus cuchas rotas y yo amenazándote con que nunca mas
te compraría una nueva, fueron las mañanas de domingo en el parque y risas de
niños jugando con tus orejas y el pororó que me quitabas de las manos, fueron los paseos junto al río mirando pasar
los barcos de ultramar, yo fui tu
barrilete y vos fuiste mi unicornio, las dos volábamos juntas ¿alguien puede
entenderlo? Seguramente no, no lo entenderá el que no haya amado a su perro, o
a cualquier otro animalito que modifica nuestra vida y nos transforma
definitivamente en seres tocados por una varita mágica, porque eso sentimos
cuando amamos, no existe la soledad ni el miedo ni la muerte ni el dolor, nada
de eso existe, solo cuando amamos.
Ahora estás en tu
cuchita de tierra, debajo de los árboles por donde se cuelan las estrellas que
te darán consuelo y la mirada de mi amiga que como una frazadita a tu medida, entibiará
tu tumba.
Al fin y al cabo no
importa la muerte, lo que verdaderamente importa, es la trascendencia.
amd