Avanza la noche y el
muñequito alojado en el cerebro de la mujer se desprende irritado, reptando por las fosas nasales hasta la concavidad de su
clavícula. A medida que se aleja, ella percibe en sus huesos el suave alivio de sentirse
liberada, es ese exacto instante de
serenidad en que las vértebras, antes contraídas, comienzan a relajarse.
Deshabitadas de su
maldición, se estiran en la penumbra, crujen los huesos que hasta
hace unos minutos sufrieron el peso de ese muñequito que siempre se impone como
un gigante que reclama encolerizado, su trono.
Él es así, siempre anda
camuflado detrás de esa apariencia engañosa que no permite al otro darse cuenta
qué terrible monstruo se esconde detrás
de una sonrisa simulada. Aprendida a simular desde hace años, en los que apenas
era un simple muñequito de papel y ahora con la robustez que le dio la vida, se ha ido convirtiendo en
el monstruo que es, (ni más ni menos), uno con brazos de acero, torso de
camionero, manos de bestiario y cabeza de león que adora la jaula en que le
tocó vivir.
Ustedes saben puntualmente de qué jaula estoy hablando. Todos y cada uno
de ustedes, mis amigos, alguna vez creyeron que esa jaula era una jaula de oro
dónde cualquiera puede vivir como un rey. La cuestión es que allí vive hace
años ese muñequito de apariencia adorable y corazón de roedor.
Cuando era pequeñito, las tías de la mujer, le acariciaban la cabecita
de rulos dorados que brillaban bajo el sol de verano, le regalaban frutas almibaradas, tarros de miel que él saboreaba a escondidas,
juguetes que se dedicó a destrozar meticulosamente para aprender de qué manera
se podía jugar salvajemente con el alma de esa niña, (la que lo alojaba en su
cabeza).
Nadie se dio cuenta,
porque los muñequitos de rizos dorados, saben engañar eficazmente, más aun cuando apenas son pequeños bichitos de
papel que van formándose a la medida exacta de la niña que se mira en el
espejo.
Todo es directamente proporcional,
pensó, y poco a poco fue imitando los
mohines de la niñita que sólo veía lo que quería ver entre los vahos que
empañaron con el tiempo, sus caprichosos deseos de sentirse imprescindible. La
cuestión es que el muñequito se instaló cómodamente en ese lugar del que nunca
quiso salir.
Un día, el peso en la cabeza de la niña se tornó insoportable, (no siempre pasa…, pero esta vez sí), sucedió cuando ella creció y ya no recibió regalos ni
adulaciones que su sangre reclamaba desde algún lugar lejano de su inconsciente,
y fue en ese momento cuando comenzó a planear su muerte.
Crecieron juntos, pero
ya no eran proporcionales. Por ese motivo la mujer que alguna vez había sido
una niña consentida, lo miraba con recelo, aunque todavía no había podido
descubrir la mejor manera de asesinarlo.
Sucede qué, años atrás,
lo había amado tanto, que ahora no sabe cómo deshacerse de él. Siempre pasa eso con los muñequitos, mucho más
cuando son astutos y perciben que se
avecina la destrucción.
Cada una de las noches en qué las oscuras alas del sueño rozan las sábanas,
la mujer prepara un brebaje envenenado y lo inyecta en una fruta almibarada, se
lo da a beber engañosamente, a cuenta gotas para que no se percate del final
que le espera.
Ese muñequito es tan perspicaz, que de darse
cuenta destrozaría con sus poderosas manos cada centímetro del cerebro que le
dio vida. Porque “Ego” (así se llama, por lo menos hasta dónde la mujer sabe),
es implacable y aprendió de ella a ser un asesino despiadado. Por eso, hay que
engañarlo con paciencia y a cuenta gotas.
Anoche, lo arrancó del
hueco de su clavícula, lugar donde le encanta dormir, y lo recostó sobre la
mesita de luz para descansar de su peso
insoportable. Él simuló dormir entrecerrando sus ojitos trastornados, pero a la madrugada dio un salto y se instaló
sobre la almohada a milímetros de su
cabeza.
Dice que lo hace para
no dejar de prestar atención a su respiración; dice que la ama tanto; dice que
no puede vivir sin ella. Sin embargo, noche a noche lo envenena, esperando que
alguna mañana al despertar, ya no lo encuentre más apoderándose de ella.
Esta madrugada, cuando
descubrió que había saltado sobre la almohada, le pegó un cachetazo y él cayó
abruptamente al suelo, quedó tendido sobre el piso sin mover su asqueroso
cuerpecito.
El veneno: -¿estará
surtiendo efecto?- se preguntó esperanzada.
Colocó brutalmente su zapato arriba de la cabeza, y por si acaso, afirmó una pila de libros para que la asfixia acabara lo que hace ya
mucho tiempo ella se había propuesto.
Sonrió y durmió
plácidamente. Durmió como hace años no lo hacía. Durmió convencida de que su
fin ¡había llegado!
Hace unos minutos
despertó entusiasmada, pensando que los años de sometimiento habían terminado.
Pero ¡no!, el muñequito seguía vivo y la miraba con sus ojitos de rata
vengativa. Reflejaba en su mirada, la perturbadora convicción de ser mucho más
que un simple muñeco que rige el destino de esa mujer indefensa.
Recordó a sus tías y
las ostensibles adulaciones, y las odió, como se odia a los que en el
transcurso de una vida fabrican con manos pacientes el entramado del futuro de
una niña que cayó sin querer en sus manos, la construcción de un alter ego que
roe las telitas del alma, las descuartizan con infinita dulzura, sin comprender,
(en su inocencia), la bestia que han fabricado.
Ahora, él anda dando
saltos por las habitaciones de su cerebro (el de ella), rasga las telitas y la
mira con ojos de rata envenenada, silbando
con un chillido ensordecedor:
-¡Mi nombre es Ego…soy
Ego!- Atrévete a asesinarme y verás.
Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)