Cuando despertó a la
mañana, sintió que éste día no sería como otros. Últimamente, éstos
transcurrían en la vaga lentitud de las horas, sin ningún altibajo que la
sacudiera de la continua sucesión de hechos cotidianos. Vio la luz que entraba
por la rendija de la ventana
desvencijada. Cada amanecer era así, una luz que entraba y le daba justo en los
ojos cuando dormía sobre el lado derecho,
y cuando lo hacía sobre el izquierdo, el haz se reflejaba contra la pared y desde
ahí rebotaba hasta su frente. Pero esta mañana se había despertado tarde, el
sol entraba perpendicular como un latigazo enceguecedor. Se quejó porque el
sueño se había convertido en un altibajo
que le hacía abrir los ojos en la noche y espiar la rendija, esperando vislumbrar
el amanecer.
El sol hirió su mirada; sintió que era un presagio anunciándole que este día
sería distinto. El muñequito que todas las noches murmullaba en su oído, dormía plácidamente.
Pensó que era mejor dejarlo así,
recostado sobre la almohada. Sin decir
palabra, se levantó suavemente para no llamar su atención.
Pensó que era el momento justo para hacer
algo fuera de lo habitual. Recordó que debía comprar el pasaje para el viaje
que se avecinaba; los días habían pasado y ella todavía no había resuelto ir.
Esta mañana, se alistó; iría a la
estación y terminaría con el agobio que le producía decidir de una vez por
todas, irse, viajar, cambiar de aire.
Cuando abrió la puerta de calle, la marea
humana le rasgó la piel, casi retrocede abrumada por el calor sofocante que
transmitían los cuerpos con su andar vertiginoso por las veredas sucias. Corrió
hasta el ómnibus y subió de un salto. El conductor la miró atónito. Nunca imaginó que una mujer pudiera saltar
así. -Como un leopardo- se lo escuchó susurrar. Se acomodó en un asiento y
cerró los ojos; no quería ver.
Llegaron a “La Terminal” en menos tiempo que el aleteo de un
colibrí. Desde lejos advirtió la división entre la nueva y vieja edificación,
el laberinto por donde otra marea humana, semejante a las que temía, se movía
errática, buscando ciegamente la ventanilla donde comprar pasajes. Dudó por un momento si había hecho bien en salir justo ese día en que todo parecía moverse como
un carrusel, dentro y fuera de su cabeza.
Llevaba
la cartera apretada contra su pecho. En la cartera, el libro que su amiga le
había regalado en su último viaje a la gran ciudad. Por varios días había
querido leerlo y esa mañana le pareció que era el momento indicado, pensó aprovechar el viaje de ida y vuelta hasta “La Terminal”. -Es mejor así-
dijo en voz baja. -Es mejor leerlo en un lugar dónde el muñequito no interrumpa
mi pasión-
Entró a la estación y se sintió perdida. La
recorrió de punta a punta buscando ventanillas que vendieran pasajes. A primera
vista no encontró la que buscaba.
Percibió en su interior, la misma desesperación que le producía la inseguridad
del vacío. En ese momento, sintió el imperativo de que el muñequito estuviera alojado en su
cabeza. Después de todo, era el único que le procuraba seguridad; aunque lo
odiara, aunque quisiera asesinarlo noche tras noche; hoy, particularmente, lo necesitaba.
En la oficina de informes, un morocho de
sonrisa maliciosa y aliento nauseabundo, le indicó que la ventanilla donde
debía comprar el pasaje, se encontraba al otro lado de la estación. - En la
parte nueva – dijo, torciendo los ojos hacia el oeste, y sin más, continuó
sorbiendo la boquilla de un mate que chorreaba baba por el filo casi plateado, opaco por desgastado debido a las
innumerables bocas apestosas de empleados públicos que habían pasado por ella.
Retrocedió asqueada.
No sabía si estaba viviendo el momento, si
era real. Hacía meses que no salía de su casa.
Hacerlo esta mañana, daba un aire ficticio a la sucesión de
acontecimientos que repetían imágenes girando en espiral.
Temió por su vida.
Caminó por La Terminal y esquivó a los
perros vagabundos que pululan por ahí desde hacía años. La mugre en sus lomos y
patas le produjo una sensación de horror, no quería verlos,
mucho menos que la rozaran. Sus cuerpos se contorneaban cerca del suyo, el roce
la aterrorizó, sintió nauseas al pensar que alguno de ellos pudiera tocarla. Apuró sus pasos sin mirar atrás; los
perros la siguieron, ensuciando sus pantalones limpios con la baba que caía
entre sus colmillos. Recordó a su madre que en otra vida siempre le había
alertado sobre esos animales, y de cómo debía huirles para que no mancharan lo
que debía permanecer inmaculado.
Corrió; no se detuvo.
Corrió por la calle con la desmesura de
aquella a la que una boca gigante la persigue para tragársela, hasta hacerla
desaparecer entre sus fauces.
Trepó al primer ómnibus que vio pasar.
Necesitaba regresar, volver al vientre de su casa, único lugar dónde sentirse segura. Ubicada en el penúltimo
asiento, abrió el libro que su amiga le había regalado en la gran ciudad.
Leyó: -“Las estaciones me producen
el miedo a no encontrar la plataforma y que el micro que tengo que tomar parta
sin mí”-.
Levantó la vista del libro. A medida que
el ómnibus se alejaba, observó por la ventanilla, la edificación siniestra de “La Terminal”; una
combinación entre antiguo y moderno que dañaba las líneas arquitectónicas. Vio
cómo el polvo de la calle trastocaba las imágenes en ese día otoñal. Imaginó
ver perros que corrían detrás del ómnibus y
se esfumaban igual que fantasmas
alegóricos entre las ruinas de una ciudad deshabitada.
Recordó aliviada. Había
olvidado comprar el pasaje…
Ana Danich (de: Veinte cuentos en Cuclillas)