Hace 3 años, cuando llegué a este departamento, me
encontré acorralada como un jilguero en una jaula de cemento y sin nadie a
quién cantarle. Antes vivía en una casa de barrio, lugar donde me levantaba a
la mañana y me asomaba al balcón terraza a mirar los árboles y los nidos de los
pájaros construidos en sus ramas con infinita paciencia. En este departamento
me sentaba a la mañana en la mesa de la cocina y miraba el muro del edificio de
enfrente, con sus ventanas deslucidas y cerradas. No podía hablar con nada más que las ventanas
y así sucedió que un día mirando una de ellas, la que está justo frente a la de mi cocina, se me ocurrió
imaginar que detrás de ella había una mujer ilusoria mirándome con el mismo
sentimiento de soledad que yo tenía. Esa mujer podía ser cualquiera, ya que la
oficina se encontraba deshabitada, así que yo la podía crear a mi placer, o tal
vez podía ser yo misma reflejada en los cristales, como buscándome en los
espejos del desconsuelo.
Yo aún no había escrito poesía, por lo tanto se me ocurrió hablarle a esa mujer y fue así que
escribí uno de mis primeros poemas:
Mujer
que mira a una mujer que mira.
Con
el leve trazo de tu dedo
descorres
las cortinas de mi sueño
tras
la turbia empañadura del espejo.
Desde
donde miras
existe
una distancia que se mide
por
el aletear de un ave
entre
nido y nido,
de un
arrullo al otro
se
extinguen lentamente
las
notas del silencio.
Cada
mañana
se
enciende el día
entre
dos ventanas
mientras,
un esbozo de luz
ilumina
las sonrisas
augurando
el asombro
a las
nueve en punto.
Para
descubrirte
y
descubrirnos,
conjeturarnos,
en la intimidad
de la
cotidianidad horaria
que
nos acerca
sin nombrarnos.
También en esos días comenzaron a llegar las golondrinas
desde el norte. Ellas ya habían hecho su nido años atrás y regresaban a él cada año, pero yo no lo sabía. Así que un
día, cuando me acerqué a la cocina para preparar el café, di un salto de
sorpresa cuando las vi volar a 20 centímetros de mi ventana. Fue tal el
alborozo que durante días me levantaba a la misma hora para contemplar su danza
milagrosa. Ellas tenían su nido en el hueco de un aire luz sobre la ventana de
la cocina de mi vecina, que linda con la
mía. Así que, cada mañana de primavera
las veía ir y venir preparando el hogar para sus polluelos. Yo abría la ventana
de par en par y sacaba la mano intentando que la rozaran con su leve vuelo, un día
se acercaron tanto a mí que temblé como las hojas de los árboles cuando un
pichón de paloma comienza a dar sus primeros vuelos. Nadie que no los haya
visto preparando su plumaje sobre el nido de los árboles, puede entender que se
siente, pero yo sí porque he observado la naturaleza desde muy pequeña y
siempre me maravillaron los vuelos…
Hete aquí, que, viendo a las golondrinas tan cerquita,
ellas me inspiraron para escribir otro de mis primeros poemas:
Esta mañana una golondrina
pintó una rama de cerezo
en el cristal de mi ventana.
Acerque mi mano
la convertí en nido
pintándola
sobre la rama.
Hoy, a tres años de vivir aquí, la oficina del
edificio de enfrente fue alquilada y todas las mañanas una señorita saca su
medio cuerpo rechoncho por la ventana, fuma como un murciélago y larga humo en
el espacio donde se asientan las golondrinas sobre el tendido de los cables. No sólo eso, también habla por teléfono a los
gritos, de tal manera que las avecillas huyen despavoridas cada vez que la
muchacha, larga gruesos epítetos, sin importarle un corno la sensibilidad de
los que no somos como ella; una chica de ciudad a la que no le importa si el
otro necesita silencio, contemplación, suavidad o simplemente soñar con un mundo
donde las aves vuelen libremente.
Sumado a eso, mi vecina, que es otra pobre almita que
no entiende lo que significa un poema o amar la naturaleza, un día descubrió una pluma de golondrina
sobre el artefacto de cocina que está justo debajo del hueco de aire luz en
donde las golondrinas hacen el nido y alimentan a sus pichones una vez nacidos.
Y por ese motivo, porque prefiere la limpieza antes que la vida de un ave,
metió la mano en el aire luz, tomo al pichón con un trapo, lo llevó al balcón y
lo arrojó con violencia al patio del edificio. Taponó el hueco del aire luz y
las golondrinas perdieron definitivamente el nido para sus futuros polluelos.
Esta es la gran ciudad, amigas. Ciudad oscura y de
pobres corazones. No quiero escribir nunca más poemas como este:
Ah,
ciudad negra de desconsuelo,
Ah,
miserables hombres que te habitan.
Pero
hay que salir
hay
que salir al día y a la noche
hay
que avanzar
hay
que ser como ellos
no
mirar
no
escuchar
no
importarte nada
nada
total
la nada está ahí
esperándote
en el umbral
que
te escupe a la calle
para
que no seas
ni
sientas
ni
veas
ni
vivas!...
Quiero volver a
ser un jilguero, quiero volver a mis raíces, volver al pueblo que me vio
crecer, o a cualquier lugar dónde la vida merezca la pena. Quiero volver a
vivir…
Ana Danich 3 de Febrero de 2014