Tarde que huele a
pimientos recién cortados,
ajo descabezado
aromando el entrecejo de mi frente,
verduras hirviendo en
la oblicua luz de la cocina,
llama que me llama y
agota mis instantes
en el ir y venir de la pizca justa entre orégano
y laurel.
Especias diminutas aderezan el transcurrir del tiempo
en que enmudecen las
palomas y me miran
desde el recoveco de un
paraguas de cemento.
Distraigo mi mirada que
vuela al pasado
mientras llueve en la tabla de madera
la gota amarga de la
cebolla entre mis dedos.
El filo de la tarde que huye entre las nubes
desgrana los sabores mezclados que bullen en la hornalla.
Todo es quietud que languidece en
el cielo de agosto,
rememoro el saxo sonando en mi oído su suave melodía,
cadencia perceptible que retumba solitaria
la presencia de otros días sobre los poros de mi piel.
Son mis manos que huelen a mixturas del pasado
preparadas en las ollas de las mujeres de mi casa.
Percibo su presencia en la sangre tibia que se desliza
por la huellas ancestrales de mis dedos,
y los cuchillos reflejan sus miradas
sobre el horizonte plateado de los tiempos.
Ana Danich 2/08/2012