Voy empujando el carro
por las callejuelas polvorientas. Sobre él, mi féretro, porta el cadáver de la
mujer que alguna vez fui. Voy empujando el carro por las callejuelas y el polvo
de los huesos ancestrales se cuela en mis zapatos aumentando la pesadez y el
tormento a mis pies. Voy mirando a los costados las tumbas de las mujeres de mi
casa, las Gárgolas esculpidas en sus mármoles cierran los ojos al verme pasar.
Las astillas del carro hacen sangrar mis manos mientras lo empujo por las
callejuelas polvorientas. El Nazareno también cierra sus ojos al verme pasar,
sus lágrimas exhalan aroma de azahares, escucho el murmullo de su oración que
vaga entre las lápidas por dónde rueda el polvo de los huesos ancestrales. Voy esquivando
las piedras del camino que conduce al crematorio. Voy cuidando que el carro se aliviane en el trayecto. Es tan pesada la
carga que soporta. Los violines de Vivaldi susurran en el viento la furia de
este Julio interminable. ¡Oh diosa Amaterasu, qué no celebren mi réquiem y besa
a las estatuas con tu boca divina para que no cierren sus ojos al verme pasar!.
Voy oteando las puertas del crematorio. Están abiertas. Avanzan sobre mí y me
enlazan con un abrazo conocido por las mujeres de mi casa. Recuerdo cada paso
hacia sus fauces que devoraron el cuerpo marchito de mi madre. En el umbral,
cargo el féretro sobre mi espalda. Lo deposito en la mesa, guardiana de la
noche. Ríen los Grifos y Quimeras esculpidos en sus columnas. Sus ojos miran
hacía la ventana del crematorio. La pira ya comienza a arder. Seis espectros forcejean el féretro desde adentro.
En un intento por salvarme lo rodeo con mi cuerpo, lo acaricio y lloro
amargamente las últimas lágrimas del adiós. Se multiplican las manos, son seis más seis
más seis ajustando mi féretro sobre la pira. Con sus uñas atroces desarman la
madera y alcanzo a ver el cadáver de la mujer que alguna vez fui. En
su frente, el sello inalterable del destino. Entre sus piernas, la leche de
Belcebú hierve, como único vestigio de haber vivido. Zumba en su vientre la
mosca putrefacta. Grito a los espectros:
-¡Piedad! ¡Ése es un cadáver que alguna
vez fue mujer!-. El sol rojo lo devora con sus múltiples lenguas. Se cierra la
compuerta del crematorio. Nadie escucha el grito ahogado de la mujer que alguna
vez fui. Sólo cenizas.
Impactante Ana, una mirada original y valiente.
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