Ese 2 de Abril de 1982, cuando la
mayoría de los ciudadanos festejaban y vitoreaban la "epopeya" de los
traidores de la patria, yo, que soy atea y jamás piso una iglesia, ese día,
salí del trabajo y me dirigí a la catedral de Rosario. Entré sin santiguarme y
sentí a través de mis zapatos el frío de los antiguos mármoles que decoran sus
pisos, me senté en uno de los bancos y
miré a la virgen de la que soy devota a pesar de mi ateísmo. Nunca ruego ni pido
nada, pero esta vez lo hice, rogué y pedí por los soldados que combatían en Malvinas; no pedí por el triunfo, pedí para que la guerra terminara lo antes
posible; no pedí para que dios perdonara a los asesinos del proceso militar,
pedí para que los castigara ad-eternum. Lo recuerdo como si fuera hoy, había
unas 6 mujeres rezando a quién sabe qué, o por qué o para qué, no quiero
juzgarlas porque tal vez me equivoque, pero percibí que no era por el mismo
motivo que el mío. La iglesia estaba semivacía y en penumbras, parecía que
hasta los curas festejaban, en vez de reunir a sus "súbditos" para
exigir que la guerra terminara cuanto antes. Las imágenes de los santos aparentaban
desdoblarse en posición agónica; los vitraux sudaban humedad, como si las lágrimas de todas las madres que sufrieron la muerte de sus
hijos, provocadas por la ambición de un grupo de asesinos al mando del poder de
turno, se concentraran en esos cuadrados multicolor, casi espectrales, de una
tarde en ciernes. La virgencita con su mirada
entenebrada de espanto, había
perdido la dulzura de su gesto. El Cristo redentor con su cabeza caída hacia un
costado, mirando la herida abierta, que otros hombres como éstos infligieron en
su cuerpo, parecía admitir comprenderme, comprender el porqué... había perdido
mi fe...
Ana Danich 2 de Abril de 2014
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