La mujer se expone
sobre la piedra sacrificial y se juzga a sí misma en una ceremonia de piedad
despiadada. Le implora a su Dios en sacrificio perpetuo una solución que no
existe. Porque el cuerpo se le escapa de todo control, roto, partido en pedazos,
y pega alaridos en el ara poética, y se mutila y se queja y se duele y se
inscribe de la única manera posible para quedar: en la poesía.
La poesía viene a
sustituir lo que es deseo permanente y herida para siempre. Por eso la poesía
lleva toda su historia inervada en sus huesos; es un todo ella y la poesía; y
las vértebras cervicales, hacen ese puente en pedazos que une el cuerpo (el
soma, la carne herida y en clamor) con el espíritu (ese cerebro que tampoco da
tregua alguna) y el lenguaje escuece y llamea e incandesce. Por eso la poesía
también es palmario territorio dañado y en pureza de niña. Por eso se enmaraña
en los atajos del delirio y se grita eslabón que teme ser último y quedar
espernada. Por eso su madre aúlla desde los adentros de la hija que se pare
poesía y se azota de verso en verso y atropella una realidad que sólo es una
máscara y una mueca, porque la realidad que el ojo de la cara ve es espanto y
estrago, y ahí empieza a ser intempestiva y rasga la herida y también hurga en
la historia que la toca y se hace fiscal de algo que la hiere también: por eso
se muestra, a diferencia de tanta poesía resignada o solo estetizante, en una
voz contemporánea que hinca el punzón en la hendija, en la grieta, en lo que
también quema.
La poeta, la mujer que
apela al mundo, porque se sabe totalidad en su poesía, se hace y se escande en
cada una de las criaturas que sufren, y es el animal maltratado y es el niño
herido y es el hombre vencido y es la mujer dadora, y pone el dolor del mundo
en ella, lo carga, lo lleva, lo quiere lavar, limpiar, lo quiere parir niño
puro, como una loba de mito que pare un mundo nuevo que pueda ser vivible.
Siempre el verso
elevándose como anatema en la poesía, porque no se conforma, no se resigna a ser ruiseñor, no se puede
quedar sólo con eso: lo ideal. Entonces sale a entregar todo el amor
desesperado, ese amor que siente que se quema en las ascuas del deseo brutal y
quiere resolverse y volver al útero materno y probar de nuevo a nacer en
segundo nacimiento otra vez de mito, pero ya sabia y posible.
La tortura no olvidar
lo que se quedó esperando. Ve lo que perdió y lo que la dejó arrojada en el
esperar, y no halla consuelo. Hace el recuento, el inventario, se hunde en un
balance que siempre queda en rojo. Pero como ella sabe esperar cree que puede
ser que… Tal vez por todo eso, la poesía de Ana Danich también puede tener y
tiene esos borbotones de ternura y esos sacudones de ferocidad sin pesimismo. Aunque
junio se caiga con sotanas de ocaso, ella siempre espera.
Humberto Lobbosco 22 de Septiembre de 2015