A la vuelta de su casa vivía un loco. Nadie se atrevía a pasar por su puerta. Las madres alertaban a los niños, desde muy temprana edad, que no debían mirar la ventana de la planta alta donde se reflejaba su silueta a través de los vitreaux desteñidos por el tiempo.
Los vidrios como una paleta multicolor, impactaban deslucidos y mugrientos por las salpicaduras de los excrementos de vencejos, que anidaban en los aleros una vez al año, atemorizando a los que pasaban por allí, con un sonido agudo, al que comparaban con el grito del diablo.
Un árbol gigantesco se levantaba en el patio delantero. Detrás de él, se erguía oscuro el edificio de arquitectura clásica de principios de siglo, con sus paredes ennegrecidas por el moho que parecía fagocitarlo, década tras década.
Las ramas se expandían horizontalmente hacia los costados, rozando las ventanas que siempre estaban cerradas, ocultando un secreto que nadie alcanzaba a develar.
Al otro lado de la calle había un descampado, que había sido en otras épocas, patio trasero del convento franciscano, ahora abandonado de toda labor humana, se convirtió en un páramo desolado de tierra infértil, rodeado de un muro de ladrillos que dejaban al descubierto el paso del tiempo, y cuya composición arcillosa fue erosionándose hasta transformarlo en una ruina que se exhibía como monumento histórico.
A lo largo de la acera, entre el muro y la casa se desplegaba una fila de pinos vetustos, traídos del Mediterráneo a fines del siglo dieciocho. En los atardeceres, éstos reflejaban su sombra sobre la casa, transformando aún más su misteriosa fachada.
El loco vivía con su hermana, algunos decían que la madre era una anciana que nadie pudo conocer jamás, desde joven sufría una enfermedad que la había postrado de por vida y no era más que una sombra que se desvanecía en el devenir del tiempo.
Se contaban historias diversas en los atardeceres de un pueblo que, no teniendo más atractivos que ovillar fantásticas madejas de chismes, iban pasándolos de boca en boca con el fin de satisfacer sus mentes pobladas de aburrimiento.
Lucas presentía que nada de aquello era cierto. Poseía una intuición particular, heredada de su madre, quién lo había educado dentro de un entorno femenino, donde abuela y tías, desde su niñez le habían enseñado a ver el mundo desde otra perspectiva, con ojos sensibles y atento a las señales de un ambiente inundado de matices donde el amor al prójimo era materia obligada.
Julia, su madre, era una trabajadora incansable que en los momentos de ocio, se dedicaba a leer a su hijo un sinnúmero de poemas que había escrito desde joven, intentando evadirse de la vulgaridad que la rodeaba y de la cual no podía escapar de otro modo que transmitiendo a Lucas, a quién sentía como única pertenencia, toda su vida plasmada en un papel.
Sin embargo, cierto día, se vio obligada a contarle que aquella familia había sufrido una tragedia cuando el padre, (nadie sabía por qué) se había ahorcado, colgándose de una madera que sobresalía del alero, junto a la ventana del loco.
Muchos vieron su cuerpo pendiendo de la soga que se balanceaba en esa mañana ventosa de invierno, a manera de sacrificio humano, como queriendo demostrar una culpa que nadie alcanzó a comprender jamás, negando y borrando del acervo popular, el infausto destino que se había impuesto un hombre al cual todos consideraban de conducta intachable.
A partir de ese día la casa había sufrido una transformación, imposible de explicar. Los que pasaban por el frente sentían que irradiaba una energía negativa que producía temblores musculares acompañados de un frío intenso que helaba la sangre. Fue en ese entonces que todos pactaron desviar el rumbo para no enfrentarse al miedo que provocaba su imagen desolada, semejante a una tumba.
Sus habitantes fueron quedándose cada día más solos.
A nadie le importaba su tristeza, ignorados y menospreciados por la gente, pagando una culpa que no era propia, sentenciados al ostracismo impuesto por el prejuicio pueblerino, fueron convirtiéndose en ermitaños que deambulaban por la casa como fantasmas alegóricos.
Una tarde, cuando el sol se desvanecía en el ocaso, Lucas pensó en el loco. En su soledad forzada, en su vida carente de amor, de amigos con los cuales compartir aventuras, sintió que era injusto no brindarle parte de él, de sus experiencias, de su aprendizaje que lo había transformado en un joven independiente y creativo. Le apenaba suponer que nunca recibió una caricia, un abrazo cálido y amistoso, un beso tierno de mujer enamorada, una carta de amor, un libro prestado o un paseo por el parque arrojando piedras al río.
Lucas era un ser pensante y por lo tanto le asaltaban dudas, después de meditar durante días su decisión, determinó romper con los escrúpulos que durante años lo habían apremiado, producto de un sociedad aberrante que no perdona a los que presume distintos, personas que lavan sus culpas en la misa dominical, pero que nunca tienden la mano a un desvalido.
Consultó a su madre, que nunca se equivocaba cuando se trataba de comprender los laberintos del alma y alentado por ella decidió ir a conocerlo.
La puerta se abrió pesadamente después de unos minutos. Una mujer de unos cuarenta años, lo miró sorprendida, casi sin encontrar respuesta a un interrogante que durante largos años y sin quererlo fue guardando en un baúl cuya llave ya se había extraviado.
Portaba una belleza singular, sus manos era finas y delicadas, su rostro pálido, con ojos profundos que irradiaban un azul intenso, iluminaban la oscuridad de la sala, su cabello en forma de rodete se alzaba majestuoso sobre una cabeza firme y esbelta.
-¡He venido a conocer a su hermano!- ; le dijo.
Una mueca de angustia asomó por la comisura de sus labios que temblaron como las alas de un pichón herido.
-¡No pretendo molestar!- dijo Lucas -¡Si quiere, puedo venir otro día!-
Sus ojos sonrieron con una mirada de resignación, sintiéndose descubierta frente a una verdad ineludible.
-¡Adelante, puede pasar!-; dijo y lo acompaño escaleras arriba hasta la habitación del loco.
Ella abrió la puerta sin golpear, como si fuera la de su corazón y no una de madera con picaporte de bronce.
Lucas entró a la habitación con pasos inseguros, estaba impaciente por conocer a ese muchacho de quién había escuchado contar historias diversas, intrigado por saber la verdad, que percibía, era distinta a la de los cuentos que durante años había escuchado sobre aquél.
La estancia era amplia y acogedora, las paredes forradas de libros, semejantes a una biblioteca infinita, denotaban que allí otra realidad se escondía tras los muros de la casa, sobre una repisa abundaban los aviones de colección que llamaban la atención por la perfección del ensamble.
El escritorio se situaba frente a la ventana, sostenía una lámpara cuya luz difusa abarcaba su perímetro, donde se destacaban cuadernos de anotaciones y algunos dibujos realizados con una creatividad sorprendente.
El loco se encontraba de espaldas y al oír la respiración entrecortada de Lucas, giró su cabeza y lo miró dulcemente, como si hubiese estado esperando desde siempre su llegada.
Se levantó de la silla y le dio un abrazo varonil, de esos que Lucas, no esperaba recibir. Hablaron durante horas, creando una intimidad que difícilmente se logra con aquellos que no tienen una inteligencia exquisita.
Escucharon música, leyeron poemas y rieron juntos con las anécdotas que ese único compañero en el que se había convertido Lucas, le contara, viviendo la vida de su amigo en tan solo pocas horas.
Antes de irse, le prometió que volvería, le aseguró que sería casi a diario, dependiendo de sus obligaciones.
De regreso a su casa, Lucas se adentro en la memoria de las horas recientes, repasó repetidamente lo vivido, cada rincón de la habitación, todos y cada uno de los detalles. Hasta que se sorprendió con una imagen que inconcientemente había soslayado, se frenó súbitamente en medio de la vereda y cerro los ojos, deteniendo su recuerdo en una foto que había contemplado sobre el escritorio.
Era la del abuelo de su amigo, qué, como un calco perfecto del rostro del loco, descarnadamente le confesaba la culpa, que nadie, en ese pueblo de impíos, había alcanzado a comprender.
Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)