Ella nos miraba desde su cama. Su rostro denotaba una
profunda mueca de hastío que hacía años veníamos soportando y ya formaba parte
de nuestra vida cotidiana, como si su sufrimiento fuera parte de nuestras
obligaciones.
Esa mañana, Lilia le pintaba las uñas de los pies con
su color preferido; yo, desobedeciendo las órdenes de mamá, le cantaba:
— Tengo una muñeca vestida de azul, con sus zapatitos
y su canesú, dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y
ocho dieciséis—, y le besaba uno a uno los dedos de sus manos mientras su
mirada recorría cada uno de los gestos que nosotras impostábamos para
demostrarle nuestro amor.
Desde hacía mucho tiempo habíamos instalado la mesa de
juegos en su habitación, lugar donde nunca se escuchaban voces exaltadas ni la
acostumbrada alegría de los niños, ni siquiera nuestras amigas podían entrar.
Sólo nuestros pasos retumbaban en el silencio impuesto. Esa era nuestra vida.
—¡Necesita compañía!— decía nuestra madre, en forma de
reproche, y nuestras bocas se turbaban, lanzando silenciosos epítetos, a tal
punto que se asemejaban a las muecas grotescas de dos brujas camino a la
hoguera.
—¡Parece muerta!— dijo Lilia, y recogió en silencio las
fichas de dominó esparcidas sobre la
mesa.
Era domingo y las campanas de la iglesia marcaban las
17.45 en punto. Ya estábamos vestidas para ir a misa, esperando que nuestras
amigas tocaran la puerta con un suave toctoc, para escapar de allí corriendo y
unirnos con ellas a la fiesta dominical, exhibiendo el velo cuidadosamente
tejido por nuestras tías, que luego guardaríamos sin más, en algún bolsillo de
nuestras chaquetas.
Partimos, sin pesadumbre, cantando aleluyas y saltando
como conejitos sobre la vereda oscurecida por la inminente puesta del sol,
hasta llegar a la puerta del convento San Carlos, donde se congregaban los
fieles, con sus correspondientes auras, cargadas de pecados.
Esperamos en la puerta de la iglesia hasta que todos
entraron y, lejos de las miradas de los mayores que cada tanto controlaban
nuestras desmesuras, nos desviamos del camino y fuimos a correr por los
pasillos de la parte antigua del monasterio, poblado de penumbras que acechaban
desde los ángulos de la edificación franciscana. Allí se encontraba el museo
con pertenencias del austero padre de la patria y el cementerio de los curas
que alguna vez habían traicionado a los godos.
A mí no me importaban las misas, ya un sacerdote me
había convencido de que Dios no existía. Sucedió cuando había ido a confirmarme
y al no poder contestar con las respuestas apropiadas, me envió a estudiar
catequesis, exclamando que una verdadera cristiana debía tener un fundamento para
reafirmar su fe. Dicha humillación no me afligió demasiado, porque ese vocablo
había sido borrado del libro de mi vida cuando comprendí que mi hermana jamás
podría ser una niña feliz.
Lilia y nuestras amigas decidieron que tampoco les
interesaban demasiado los sermones, padrenuestros y avemarías, así que ninguna
guardaba remordimientos por las faltas cometidas.
Pasamos la hora correspondiente a la liturgia jugando
entre las lápidas de los curas muertos hacía ciento cincuenta años, parodiando
el calvario que habían sufrido en ese edificio húmedo y laberíntico, alejados
de toda fruición humana, consagrados a los santos y a la abstinencia del
cuerpo.
— ¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa!— repetíamos
frenéticamente, riendo a carcajadas y arrojando cascotes que caían sobre los
sepulcros teñidos por la laca mohosa de tiempo.
Ese espacio era para nosotras…¡el paraíso! Nadie nos
controlaba, y podíamos dejar volar nuestra imaginación sin recibir órdenes o
imposiciones de los adultos, que reprimían nuestros instintos primarios y
coartaban la libertad que difícilmente podíamos experimentar en otras
circunstancias.
Rara vez pensamos en nuestra hermana, postrada en su
cama. Sólo lo hicimos cuando llegó la hora de regresar a nuestra casa y fue en
ese momento cuando sentimos el peso de la carga impuesta desde hacía años en
nuestras conciencias. ¿Qué culpa teníamos nosotras que ella padeciera semejante
dolor? Si el cuervo que traía mensajes de otro mundo, se había posado sobre su
hombro, ¿por qué debíamos pagar nosotras?
Abrimos la puerta de nuestra casa, borrando las
huellas de festejo de nuestros rostros, quitándonos la máscara de alegría
que unos minutos antes denotaba la
irresponsabilidad de la niñez.
El gato de nuestra vecina, que ella adoraba, pero que
nosotras odiábamos, saltó desde las ramas del limonero hasta el tapial y desde
allí fue deslizándose entre los muebles hasta la habitación donde ella
permanecía inmóvil. Se acomodó a sus pies, impidiéndonos acercarnos y nos miró
con ojos desafiantes. Sus colmillos sobresalían amenazantes en la errática
penumbra y su cuerpo en posición de ataque simulaba una mancha asesina en la
inmaculada blancura de las sábanas.
Retrocedimos asustadas.
La lámpara seguía encendida, reflejando una tenue luz
sobre el rostro de nuestra hermana. Su boca entreabierta destilaba una baba que
corría por las pálidas grietas de su tez, cuya blancura había aumentado,
trastocando la expresión de horas atrás, y sus manos que antes de irnos estaban
crispadas, haciendo un nudo tenso con las sábanas, descansaban ahora a un
costado, relajadas sobre el lecho. Se escuchaban llantos y plegarias que venían
del recóndito abismo de la otra habitación.
Lilia y yo nos miramos sin sorpresa. Susurramos
bajito, muy bajito: “Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos
son ocho y ocho dieciséis”.
Y sonreímos aliviadas.
Ana Danich (de: Veinte cuentos en cuclillas)