Dos
palomas juguetean en el alfeizar de mi ventana, detrás del marco, el cielo gris
como una bóveda plomiza hiere la mirada perdida en el horizonte. ¿Dónde ahora encontrará refugio la memoria
del pasado? ¿Cuándo ahora escucharé el campanario que repica en los umbrales de
las calles? El desconcierto de la tarde sacude la hora en que siento que ya
nada importa. ¿Quién ahora agitará el pañuelo del adiós? Ya sé que no era yo
cuando la bruma desdibujo tu imagen que huía en los pasadizos del silencio. No
te puedo nombrar hoy en el innombrable grito anochecido que languidece sobre
los tejados citadinos. ¿Es acaso la gota diaria de tristeza la que destella
allí donde habita el dolor? Cae otra gota y otra. ¿Cuál de ellas sucumbirá en
el nudo tejido de la espera?. El espejo reverbera mi mirada sobre la ancha
avenida del crepúsculo. Afuera el viento es un torbellino de prisa y angustia
contenida. Siluetas autómatas en la marea humana del descontento ¡todo es
vanidad! maquillaje de rostros sin lamento. Somos una larga espera sometida al
devenir de un tiempo que nos amortaja lentamente. Somos el ojo oteando en
dobles cerraduras que se abren en la otra orilla del anhelo. Somos el lento transcurrir
de un tiempo pasajero que abandonó en los andamios, la sed del adiós. Somos
nada más que eso. Gotas de lluvia que caen en la oscuridad del desconsuelo,
lamiendo sin piedad el reflejo de los rostros desdibujados en la hebra opaca de la noche. Ausente de mí, al
fin, podré murmurar tu nombre, que hará borbotear el elixir diamantino, en el
sendero impenetrable de mis ojos.
Ana Danich
Ana Danich