-Estamos solos, gil- le
responde mi amigo a un amigo que le cuenta sobre una amante que lo abandonó
hace unos días.
El tipo masca un chicle
y escupe su saliva en la pantalla, espera que su amigo le responda, pasan los
minutos y nada. Se levanta y va directo al balcón minúsculo, enciende un
cigarrillo, camina seis pasos hacia un extremo, vuelve sobre sus pasos, mira el
muro del edificio de al lado que se levanta ante sus ojos, lo ve arruinado. Le
recuerda a él.
Vuelve para ver si su
amigo le respondió. Piensa que tal vez el otro ha tenido una urgencia que lo
hizo desistir de responder. O quizás está pensando que decirle. Espera
pacientemente mientras el minutero avanza impasible con ese tric trac de
hierros vencidos; el mismo ruido que hacen sus dientes cuando la madrugada
avanza y el sueño que está sentado cómodamente en la mesa de luz lo mira burlándose como un clown que disfruta viéndolo padecer. Piensa en sus huesos que se asemejan a ese
reloj desvencijado, atrapado por un tiempo que se ha ido esfumando sin que él
haya tomado nota.
Piensa en aquellos que miraban el programa: “Solos en la madrugada” de la Tv española, hace 36 años, e intenta recordar las palabras
de los que como él alguna vez hablaron de la agonía que sintieron cuando se
sentaron frente al micrófono. Ahora, (se
lamenta), todo eso que sentí alguna vez se transformó frente a una pantalla de Pc, que nos traga como si fuéramos animales
desollados y metidos en esa máquina que
nos tritura como a un pedazo de carne inservible.
-A nadie parece
importarle, che.- reclama para sus adentros.
Su interior es un
territorio que implosiona con un
estruendo que rasga la pared de sus cavidades. Cientos de bombas estallan dirigiendo
esquirlas a las zonas más sensibles. La espera se convierte en un aliento
nauseabundo que cae como una bruma sobre su cuerpo.
Mientras espera se
distrae mirando fotos y piensa en los que están del otro lado. Enceguecido por
el resplandor de la pantalla cierra los ojos, su cabeza cae hacia adelante y de
su boca pende un hilo de saliva que se desliza lentamente hasta impregnar el
cuello de su camisa. Lentamente la tela va humedeciéndose hasta pegarse en el
pecho. Percibe el olor amargo que se ha
formado entre el contacto del líquido pegajoso y el sudor de su cuerpo. El
hedor lo hace reaccionar. Levanta la cara justo en el momento en que por la
pantalla pasa un rostro amoratado. Es el de un hombre de 50 años con la cara ametrallada
en algún lejano país de medio oriente. Confundido no sabe si está atravesando
el entresueño o es el reflejo de ese hombre que muere con una piedra en la
mano.
El minutero avanza disparando diez Drones cargados de misiles. Sobrevuela un
estado de guerra adentro de su cabeza.
Regresa al balcón, enciende otro cigarrillo y mira nuevamente el muro gris que se yergue frente a sus ojos.
-Ésta es una pared del
tiempo de ñaupa, che - Dice, hablándose a sí mismo.
Examina con un ademán
la altura del muro como lo hace cada madrugada.
Se calza las botas y
sube los 10 pisos hasta la azotea. Un viento golpea su cuerpo que se bambolea
como el nido de un bicho canasto. Grita,
¡amada mía!, creyendo que tal vez el viento oficiara de mensajero. –Pobre iluso-
susurra con un gesto inhumano masticado entre los dientes.
-Estamos solos…che.- Repite.
(Las cosas que hace la gente cuando se enamora)
Un segundo antes…
vuelve a gritar. -Dulces sueños, querida
mía.
-¡Dulces sueñooooooooooooooooos!-
Ana Danich (de: Veinte Cuentos en Cuclillas)
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