Esta noche, mi
madre me ha dejado sola. Tal vez regrese de madrugada. Cierro los ojos e
intento conciliar el sueño. Me esfuerzo en vano. El sonido imponente del viento
que corre por los pasillos acelera mi
pulso y estremece mi corazón que late
sin poder contenerse.
Los muebles vetustos se elevan como estatuas
amenazantes, sus sombras gigantes me rodean. Se acercan y resuenan sobre el
piso de madera, chasquean en cada paso su látigo siniestro. En cada crujir el terror me envuelve con un abrazo de pavor
que hiela mi sangre.
Tengo entre mis manos un crucifijo, lo aprieto sobre
mi pecho y rezo. Con un largo lamento le suplico que no me desampare, que esta
noche no sea una más de tantas en que las sombras infernales se apoderan de mí.
En un rincón de la habitación, sobre los estantes,
las muñecas de mi niñez reflejan sus cuencas vacías en los vidrios de la
ventana dibujada en la pared. Sus oscuras cuencas dormitan, pobladas con arañas que eligieron aquel espacio como
morada. Su último destino.
Mi madre cerró la habitación con llave y me dejó
atrapada aquí sin poder escapar de mis
pesadillas pobladas de fantasmas que
transitan a su antojo por los recovecos. Sus cánticos macabros emulan tañidos
de campanas que se elevan desde el infierno tan temido.
La ventana me mira como un ojo negro dibujado en la
pared.
-¿Podré escapar por ahí?-
Cavilando el temor de lo que pudiera encontrar del
otro lado, mi cuerpo se contorsiona brutalmente porque sé que seres malévolos me esperan para llevarme hacia el vacío de la
nada.
¡Escalofrío!
La ventana me dice: ¡Atrévete!, imitando con su
lengua un quejido funesto que contrae mis manos y crispa mis nervios como si
estuviera dentro de una tumba en la que me han encerrado viva.
El crucifijo que tenía apretado sobre mi pecho se ha
roto en dos pedazos y el Cristo de metal cayó sobre el piso. Busco con mis
dedos debajo de la cama y no lo encuentro.
Dios, definitivamente me ha abandonado.
Un grito suplicante reverbera en las paredes del
cuarto, apaga por segundos los sonidos que invaden la casa como almas perdidas
que buscan una estancia donde descansar de una travesía solitaria.
La ventana me mira desafiante.
Doy un salto y la abro.
Miro el terreno baldío y pienso en la suerte que me
espera. Me interno entre el follaje de los arbustos que se contorsionan al
compás del viento helado. Mis pies descalzos resbalan sobre el suelo viscoso,
plagado de larvas sin sepultura que proliferan en la noche y reptan por mi
piel.
Agonía.
Me arrastro sobre las hojas húmedas y miro hacia
atrás, hacia la ventana que permanece abierta. En sus vidrios se refleja la pálida
luz de una vela que ríe irónica burlándose de mi desconcierto.
Y en este momento de indecisión, acompañada sólo por
las tinieblas de mis pensamientos mi
mano toca un borde y luego el vacío de un pozo en donde caigo vertiginosamente,
sin resistirme, a las profundidades del sueño que me salvará de mis terrores
hasta el siguiente día cuando llegue la hora de sumergirme nuevamente en el
abismo.
Y otra vez, ELLOS,
estarán esperándome…
Ana Danich (de: Veinte Cuentos en Cuclillas)
(Ellos, los secuestradores)