SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

viernes, 16 de mayo de 2014

NO CUALQUIERA

Entrar a un gimnasio a las 8 de la mañana es como entrar a una jungla de esas que las mujeres pensamos  se había extinguido.

El tufo  de los cuerpos masculinos es lo primero que impacta en el olfato. No es que a nosotras no nos guste el olor a macho alzado, no es que a nosotras no nos guste el sudor corriendo por su piel, no es que no nos guste la excitación que provocan sus feromonas. Es otra cosa.

 Subís a la cinta y mirás cómo él está corriendo como un caballo en la de al lado. Salpica sobre tu cara la transpiración de un cuerpo recién levantado de la cama,  con ese sabor salado de semental que la noche anterior estuvo dándole con todo a su hembra. Te salpica la cara e imaginas  que ese cuerpo anoche estuvo arriba tuyo,  mordiendo tu cuello con la ferocidad de un animal que penetra tu carne con sus dientes afilados.

Lo pensás como a un chimpancé que salta entre los árboles con su miembro duro como una roca, buscando a la hembra, cualquier hembra que satisfaga sus instintos primitivos. Él entra al combate de la misma manera en que entra ese primate omnipotente. Entra al combate después de haber pasado por una ardua lucha entre contrincantes. Entra al combate con la brutalidad y la seguridad de que la hembra, tarde o temprano, cae extenuada frente al poder de la fuerza y se rinde, porque ella sabe que no puede luchar contra la embestida de un simio caliente que la busca hasta poseerla.

 La hembra huye al sector de pesas creyendo que éstas aumentarán su fortaleza,  cuando logra instalarse en el lugar en donde piensa podrá adquirir la fuerza para aprender a defenderse, ahí aparece otro  con sus onomatopéyicos gritos de simio angustiado. Y la hembra lo ve exhibiendo su torso abultado por años de ejercicios eróticos, y escucha su alarido gutural: ¡uh…ah…uh…ah!  Ella escucha los gritos que salen de su boca sombría como una caverna. Piensa en su fuerza siniestra doblegando a la mujer que no ha aprendido a amar,  porque los simios no aman, fornican. Piensa en la mujer que se contrae debajo  del simio que la asfixia, la quiebra como se quiebra un tallo de hierba con el viento implacable del invierno.  Su cuerpo estremecido por interminables espasmos de dolor.

Y la hembra se pregunta: ¿así somos amadas?.  La hembra no sabe responder esa pregunta, ella sólo sabe que debe huir de esa selva en dónde los hombres como monos apetecen y se adueñan de lo deseado. Sabe que antes de salir debe atravesar un pasillo estrecho de miradas masculinas.

A la distancia ve la mesa con 8 simios desayunando. Porque parte del ritual es sentarse allí  y hablar de nosotras.  Ella se atreve a pasar por ahí porque no existe otro camino hacía la libertad. Pasa, y al pasar escucha los sonidos que salen de sus lenguas, chasquidos semihumanos que hablan imperfectamente, imparcialmente, inapropiadamente, del cuerpo de la hembra que han poseído la noche anterior.

Los miro, pienso y hasta me gustaría decirles: A nosotras nos gusta sumirnos bajo el fuego de la pasión. A nosotras nos calienta el macho posesivo que deshace nuestro cuerpo en la contienda. A nosotras nos vuelve locas que nos laman, mastiquen, penetren y metan sus lenguas en nuestros orificios. Nosotras gozamos en carne viva cuando el simio rasga con sus manos poderosas la filigrana de nuestra piel.


Pero no cualquiera, señores. No cualquiera.

Ana Danich 16 de Mayo de 2014


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