Entrar a un gimnasio a las 8 de la mañana es como
entrar a una jungla de esas que las mujeres pensamos se había extinguido.
El tufo de
los cuerpos masculinos es lo primero que impacta en el olfato. No es que a nosotras
no nos guste el olor a macho alzado, no es que a nosotras no nos guste el sudor
corriendo por su piel, no es que no nos guste la excitación que provocan sus
feromonas. Es otra cosa.
Subís a la
cinta y mirás cómo él está corriendo como un caballo en la de al lado. Salpica
sobre tu cara la transpiración de un cuerpo recién levantado de la cama, con ese sabor salado de semental que la noche
anterior estuvo dándole con todo a su hembra. Te salpica la cara e imaginas que ese cuerpo anoche estuvo arriba tuyo, mordiendo tu cuello con la ferocidad de un
animal que penetra tu carne con sus dientes afilados.
Lo pensás como a un chimpancé que salta entre los
árboles con su miembro duro como una roca, buscando a la hembra, cualquier
hembra que satisfaga sus instintos primitivos. Él entra al combate de la misma
manera en que entra ese primate omnipotente. Entra al combate después de haber
pasado por una ardua lucha entre contrincantes. Entra al combate con la
brutalidad y la seguridad de que la hembra, tarde o temprano, cae extenuada
frente al poder de la fuerza y se rinde, porque ella sabe que no puede luchar
contra la embestida de un simio caliente que la busca hasta poseerla.
La hembra
huye al sector de pesas creyendo que éstas aumentarán su fortaleza, cuando logra instalarse en el lugar en donde
piensa podrá adquirir la fuerza para aprender a defenderse, ahí aparece otro con sus onomatopéyicos gritos de simio
angustiado. Y la hembra lo ve exhibiendo su torso abultado por años de
ejercicios eróticos, y escucha su alarido gutural: ¡uh…ah…uh…ah! Ella escucha los gritos que salen de su boca
sombría como una caverna. Piensa en su fuerza siniestra doblegando a la mujer
que no ha aprendido a amar, porque los
simios no aman, fornican. Piensa en la mujer que se contrae debajo del simio que la asfixia, la quiebra como se
quiebra un tallo de hierba con el viento implacable del invierno. Su cuerpo estremecido por interminables
espasmos de dolor.
Y la hembra se pregunta: ¿así somos amadas?. La hembra no sabe responder esa pregunta, ella
sólo sabe que debe huir de esa selva en dónde los hombres como monos apetecen y
se adueñan de lo deseado. Sabe que antes de salir debe atravesar un pasillo
estrecho de miradas masculinas.
A la distancia ve la mesa con 8 simios desayunando.
Porque parte del ritual es sentarse allí y hablar de nosotras. Ella se atreve a pasar por ahí porque no
existe otro camino hacía la libertad. Pasa, y al pasar escucha los sonidos que
salen de sus lenguas, chasquidos semihumanos que hablan imperfectamente,
imparcialmente, inapropiadamente, del cuerpo de la hembra que han poseído la
noche anterior.
Los miro, pienso y hasta me gustaría decirles: A
nosotras nos gusta sumirnos bajo el fuego de la pasión. A nosotras nos calienta
el macho posesivo que deshace nuestro cuerpo en la contienda. A nosotras nos
vuelve locas que nos laman, mastiquen, penetren y metan sus lenguas en nuestros
orificios. Nosotras gozamos en carne viva cuando el simio rasga con sus manos
poderosas la filigrana de nuestra piel.
Pero no cualquiera, señores. No cualquiera.
Ana Danich 16 de Mayo de 2014
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