SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

domingo, 25 de mayo de 2014

LA VENTANA


Esta noche,  mi madre me ha dejado sola. Tal vez regrese de madrugada. Cierro los ojos e intento conciliar el sueño. Me esfuerzo en vano. El sonido imponente del viento que corre por los pasillos  acelera mi pulso y  estremece mi corazón que late sin poder contenerse.

Los muebles vetustos se elevan como estatuas amenazantes, sus sombras gigantes me rodean. Se acercan y resuenan sobre el piso de madera, chasquean en  cada paso  su látigo siniestro. En cada crujir  el terror me envuelve con un abrazo de pavor que hiela mi sangre.

Tengo entre mis manos un crucifijo, lo aprieto sobre mi pecho y rezo. Con un largo lamento le suplico que no me desampare, que esta noche no sea una más de tantas  en  que las sombras infernales se apoderan de mí.

En un rincón de la habitación, sobre los estantes, las muñecas de mi niñez reflejan sus cuencas vacías en los vidrios de la ventana dibujada en la pared. Sus oscuras cuencas dormitan,  pobladas con  arañas que eligieron aquel espacio como morada. Su último destino.

Mi madre cerró la habitación con llave y me dejó atrapada aquí  sin poder escapar de mis pesadillas  pobladas de fantasmas que transitan a su antojo por  los  recovecos. Sus cánticos macabros emulan tañidos de campanas que se elevan desde el infierno tan temido.

La ventana me mira como un ojo negro dibujado en la pared.

-¿Podré escapar por ahí?-

Cavilando el temor de lo que pudiera encontrar del otro lado, mi cuerpo se contorsiona brutalmente porque sé que seres malévolos  me esperan para llevarme hacia el vacío de la nada.

¡Escalofrío!

La ventana me dice: ¡Atrévete!, imitando con su lengua un quejido funesto que contrae mis manos y crispa mis nervios como si estuviera dentro de una tumba en la que me han encerrado viva.

El crucifijo que tenía apretado sobre mi pecho se ha roto en dos pedazos y el Cristo de metal cayó sobre el piso. Busco con mis dedos debajo de la cama y no lo encuentro.
Dios, definitivamente me ha abandonado.

Un grito suplicante reverbera en las paredes del cuarto, apaga por segundos los sonidos que invaden la casa como almas perdidas que buscan una estancia donde descansar de una travesía solitaria.

La ventana me mira desafiante.

Doy un salto y la abro.

Miro el terreno baldío y pienso en la suerte que me espera. Me interno entre el follaje de los arbustos que se contorsionan al compás del viento helado. Mis pies descalzos resbalan sobre el suelo viscoso, plagado de larvas sin sepultura que proliferan en la noche y reptan por mi piel.

Agonía.

Me arrastro sobre las hojas húmedas y miro hacia atrás, hacia la ventana que permanece abierta. En sus vidrios se refleja la pálida luz de una vela que ríe irónica burlándose de mi desconcierto.

Y en este momento de indecisión, acompañada sólo por las tinieblas de mis pensamientos  mi mano toca un borde y luego el vacío de un pozo en donde caigo vertiginosamente, sin resistirme, a las profundidades del sueño que me salvará de mis terrores hasta el siguiente día cuando llegue la hora de sumergirme nuevamente en el abismo.

Y otra vez,  ELLOS, estarán esperándome…


Ana Danich  (de: Veinte Cuentos en Cuclillas)









(Ellos, los secuestradores)

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