Tengo hambre.
Por la rendija de la
puerta principal se desliza al interior un olor que mi olfato reconoce. Salgo
sin encender la luz a rastrearlo por el túnel. Persigo el olor hasta la escalera, subo los
escalones hacia el tercer piso, bajo los
escalones hasta segundo piso. Mi nariz percibe
la sutil evaporación de los
restos que dejó la noche en los cestos de basura. En un rincón encuentro el que
buscaba, en su interior cohabitan
botellas que irradian la desmesura de la fiesta, colillas de cigarrillos
con labios rojos adheridos a sus filtros, huesos de animales inmolados,
cáscaras de nueces en donde aparecen minúsculos gusanitos asfixiados. Lo usual
de toda fiesta. Huelo las sobras adentro
del tacho e introduzco mi cabeza, es
ella la que me indica la ruta que debo seguir. Incrusto mis manos que aún
huelen a sexo extirpado en los incontables
días de soledad. Remueven las sobras atrapadas en las bolsas, la huella de los
vecinos ha quedado impregnada, viciando con su estela nauseabunda el aire del contenedor.
Tengo hambre.
Con minuciosa agitación
extraigo cada una de las sobras. Hay un
olor en ese recipiente que me recuerda un viento soplando desde otro continente. África
está ahí con sus múltiples metralletas convocando al sacrificio.
Tengo hambre.
Encuentro un paquete
sellado con cinta adhesiva. Mis uñas
libran la batalla feroz del hambriento al que le urge masticar con sus dientes
el preciado bien que dejaron los otros en la sombra del entrepiso. Abro el
envoltorio. Una figura de sangre congelada se yergue como la escultura de una
pitonisa apolínea sobre las noticias
truculentas que nos relata la hoja principal del diario.
Tengo hambre.
Qué lástima haber
olvidado el chuchillo para cortarla en trozos. Mis dedos se afilan. Desgarro la
cabeza e introduzco el cerebro en mi boca,
saboreándolo lentamente. El cerebro de la muchacha grita: -¡no me comas, no me
comas!-. Mi saliva lo disuelve con esa
ternura estremecedora que tienen los fluidos al deglutir al animal. A
continuación, el corazón. El corazón de la muchacha grita: -¡no me comas, no me comas!-. Percibo
entre mis dientes cuán duro y envejecido
está, sin embargo, lo trago como a una piedra amarga. Sigo con el útero. El útero
de la muchacha grita: -¿también me
comerás?-. Lo devoro brutalmente, como si fuera una bestia que salta al
presente desde un tiempo inmemorial. Lo que resta del cuerpo de sangre lo
devuelvo a la basura. Salvo las manos que servirán para cavar.
Qué más da, si ya no
tengo hambre.
ANA DANICH (de: VEINTE CUENTOS EN CUCLILLAS)