Lunes, 6 de la mañana. Despierto escuchando las
gotas que caen sobre la chapa del aire acondicionado. Enciendo la luz, un maullido se desliza por la
hendidura de la puerta de mi habitación. Abro los ojos, me pesan, el lagrimal
esta seco, anoche una avispa depositó su veneno ahí y arde.
Apoyo un pie
en el suelo. El frío del parqué muerde la punta de mis dedos. Los contraigo.
Deslizo mi mano por los bordes de la pared, una sensación de vacío me envuelve
como si no hubiera luz que alcanzara a despejar el camino.
El cuerpo me pesa como un saco humano embestido en
el ring. Un fuerte dolor golpea mi nuca mientras camino por la habitación. Mis
piernas entumecidas se resisten a ejecutar la opereta de todos los días. Siento que el piso en un segundo se transforma
en un colchón de hojas mullidas como si
en breves instantes se hubiese aglomerado aquí el otoño muerto hace dos días.
Es invierno y ellas vinieron para
resguardarse del frío que sacude las ramas de los árboles.
Escucho una puerta que se abre en el departamento
vecino. Introducen una llave que golpetea en la concavidad de la cerradura. Los
niños comenzaron a quejarse
resquebrajando el silencio de la madrugada. Confundo sus llantos con el de un gato encerrado en el cajón de una
cómoda.
Muerdo una hebra de piel que sobresale de mi dedo
índice. La sangre corre por la uña y el dolor perfora. En la cocina, lleno una
taza con vinagre y lo introduzco, me tapo la boca para que no se escuche el
alarido. He provocado el tormento con el mismo placer que siente un niño
destripando la muñeca de su hermana. Lamo mi dedo después del sacrificio y lo
escruto como si él fuera a contestar las
preguntas que jamás nadie hizo. Me responde en carne viva.
La mañana con su runtuntún golpea la ventana. Es lo
que estaba esperando.
Ana Danich
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