SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

lunes, 9 de junio de 2014

HAMBRE

Tengo hambre.

Por la rendija de la puerta principal se desliza al interior un olor que mi olfato reconoce. Salgo sin encender la luz a rastrearlo por el túnel.  Persigo el olor hasta la escalera, subo los escalones hacia el tercer piso,  bajo los escalones hasta segundo piso. Mi nariz percibe   la sutil evaporación de los restos que dejó la noche en los cestos de basura. En un rincón encuentro el que buscaba, en su interior cohabitan  botellas que irradian la desmesura de la fiesta, colillas de cigarrillos con labios rojos adheridos a sus filtros, huesos de animales inmolados, cáscaras de nueces en donde aparecen minúsculos gusanitos asfixiados. Lo usual de toda fiesta.  Huelo las sobras adentro del tacho e  introduzco mi cabeza, es ella la que me indica la ruta que debo seguir. Incrusto mis manos que aún huelen a  sexo extirpado en los incontables días de soledad. Remueven las sobras atrapadas en las bolsas, la huella de los vecinos ha quedado impregnada, viciando con su estela  nauseabunda el aire del contenedor.

Tengo hambre.

Con minuciosa agitación extraigo  cada una de las sobras. Hay un olor en ese recipiente que me recuerda un  viento soplando desde otro continente. África está ahí con sus múltiples metralletas convocando al sacrificio.

Tengo hambre.

Encuentro un paquete sellado con cinta  adhesiva. Mis uñas libran la batalla feroz del hambriento al que le urge masticar con sus dientes el preciado bien que dejaron los otros en la sombra del entrepiso. Abro el envoltorio. Una figura de sangre congelada se yergue como la escultura de una pitonisa apolínea  sobre las noticias truculentas que nos relata la hoja principal del diario.

Tengo hambre.

Qué lástima haber olvidado el chuchillo para cortarla en trozos. Mis dedos se afilan. Desgarro la cabeza e introduzco el cerebro  en mi boca, saboreándolo lentamente. El cerebro de la muchacha grita: -¡no me comas, no me comas!-.  Mi saliva lo disuelve con esa ternura estremecedora que tienen los fluidos al deglutir al animal. A continuación, el corazón. El corazón de la muchacha  grita: -¡no me comas, no me comas!-. Percibo entre mis dientes  cuán duro y envejecido está, sin embargo, lo trago como a una piedra amarga. Sigo con el útero. El útero de la muchacha  grita: -¿también me comerás?-. Lo devoro brutalmente, como si fuera una bestia que salta al presente desde un tiempo inmemorial. Lo que resta del cuerpo de sangre lo devuelvo a la basura. Salvo las manos que servirán para cavar.

Qué más da, si ya no tengo hambre.



ANA DANICH (de: VEINTE CUENTOS EN CUCLILLAS) 


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