Hace quince años compramos a un anticuario
dos preciosas estatuas de ébano Nigerianas
él lucía un
glorioso rostro masculino
en su brazo izquierdo un magnífico escudo
y en el derecho una lanza de punta dorada,
el pecho de ella un abalorio de piedras coloridas
en su brazo
derecho sostenía un niño de meses
y en la mano izquierda un mortero para moler el
trigo.
Las trajimos a casa y cada día las adorábamos
los primeros tres años las colocamos
en una mesita para que lucieran su esplendor
hasta que un día un amigo se incrustó la lanza
entre el esternón y su pulmón fumador
ese día decidimos cambiarlas de lugar
fueron a parar a un rincón del antiguo apartamento
sin querer la mucama las volteó con el plumero
las
estatuas rodaron por el suelo hasta quebrarle
la punta de
la lanza y el escudo protector
ella sin su collar africano y con su pie partido.
Entonces decidimos envolverlas en papel de diario
y guardarlas en la parte superior del placard
hoy, buscando uno de los tantos objetos perdidos
abrí las puertas y cayó el envoltorio entre mis
manos
atiné a sujetarlo y después de abrirlo recordé su
historia.
Ahora están en un rincón del nuevo apartamento
las dos estatuas preciosas de ébano, él sin lanza ni
escudo
ella sin collar africano y con rajadura en el pie.
Es hora de
dormir, estamos sentados en la cama
miramos las estatuas de ébano, recordamos como
fueron,
diez minutos antes de apagar la luz. Él y yo.
Ana Danich 8 de Junio de 2013
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