Era un torso
insatisfecho. Nunca sabía que ocurriría al momento siguiente. Era un torso con
una cabeza que también vivía insatisfecha, a veces la cabeza saltaba y
deambulaba sola de aquí para allá, no estaba segura de que esa fuera la forma
más interesante de andar sola, sin su torso que desde algún sitio proclamaba el
abandono, sin embargo la cabeza que no era independiente, de vez en cuando huía
porque no podía resistirse a disfrutar la libertad, y por eso, solo de vez en
cuando, saltaba buscando ansiosa lo que el torso no podía brindarle. La cabeza
desesperaba en su relación forzada. Diariamente pensaba la mejor forma de
independizarse definitivamente, pero nunca daba resultado el método empleado y
a último momento resolvía regresar a unirse al torso porque creía que sin él,
no podía vivir. Así fue creciendo en la angustiante insatisfacción que le producía un profundo dolor en la coronilla, suplicio
que se agudizaba en las horas de silencio, como si la cabeza no pudiera
acostumbrarse a vivir pegada a un torso que no respondía a sus necesidades
vitales. Una noche, el insomnio repentino le hizo comprender que no podía
seguir manteniendo esa unión que claramente era arbitraría. Y el
torso también lo sentía. Se daba cuenta que la cabeza ya no quería formar parte
de esa endemoniada fusión que solo le aportaba momentos de tensión y
dramatismo. El torso estaba sentado en un sillón hamaca, aburrido y bamboleándose
como sí nada, y la cabeza que nada tenía en común con él, miraba la ventana por
donde se colaba el invierno con sus pájaros nocturnos. La nariz goteaba una
minúscula gota de vapor convertida en agua que caía sobre los labios temblorosos,
ataviados de oscuridad. Por las rendijas de la ventana se colaba un viento
helado que movía las cortinas haciéndolas gemir al chocar contra los guijarros
colgados en la pared. Sin embargo el fogón ardía con su crepitar acostumbrado
dibujando imágenes confusas que danzaban junto a las penumbras de la noche. Las
manos que hasta ese día se habían comportado como miembros imparciales, tomaron
la iniciativa, decidiendo lo que torso y
cabeza no se atrevían a hacer desde que descubrieron la incompatibilidad de su unión y en un arranque de desmesura arrancaron la
cabeza del torso. Diez dedos abrieron por detrás el hueso occipital formando un
cuenco en donde se veían claramente los órganos propios de una cabeza ansiosa
de libertad. Las vertebras se sacudieron como un volatinero que cae del cable
que lo sostiene. Las articulaciones emitieron un chirrido de violines
desafinados. El líquido cefalorraquídeo cayó formando un charco pegadizo que la alfombra
absorbió en un instante. Las manos colocaron la cabeza transformada en cuenco
sobre el fogón que seguía crepitando al compás de la danza silenciosa de la
flama. Minuto a minuto la cabeza se coloreaba al rojo vivo y en su interior
llamas turbulentas fritaban pausadamente los sesos con una pizca de almizcle
perfumado, por si acaso. Albahaca y ajo para la lengua que no paraba de
mascullar órdenes de cómo debían aderezarla, y sobre los ojos, los que nunca se
cansaban de escrutar en otros mundos, sobre ellos, unas gotas de limón para que la mirada no se enturbiara. Los
pájaros nocturnos que oteaban a lo lejos la colosal llamarada, rompieron con
sus picos los vidrios y volaron hasta el cuenco, prestos a picotear el manjar
que se presentaba delicioso. Un
minúsculo fuego rozó las plumas y en segundos
quedaron presos de una llamarada que los envolvió convirtiéndolos en un sinfín de teas rojizas que volaron por el aire hasta posarse
sobre una baranda desde donde los pájaros antorcha observaron perplejos. La cabeza que ya no tenía ojos que
pudieran ver, ni lengua que pudiera decir, ni piel que pudiera exhalar
perfumes, ni cerebro que pudiera decidir, lentamente se quemaba en el centro
del fogón. Fue así que las manos la tomaron por sorpresa, cerraron el cuenco
como hábiles artesanos colocándola nuevamente sobre el torso que esperaba
impaciente, bamboleándose sin sentido en el sillón de mimbre. La cabeza que
antes había querido ser libre y ahora no era otra cosa que una cabeza
chamuscada, se inclinó distendida sobre el hombro izquierdo y la boca
deslenguada, por primera vez sonrió… con una mueca plena de satisfacción…
Ana danich
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