SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

miércoles, 25 de julio de 2012

El Torso y la Cabeza


Era un torso insatisfecho. Nunca sabía que ocurriría al momento siguiente. Era un torso con una cabeza que también vivía insatisfecha, a veces la cabeza saltaba y deambulaba sola de aquí para allá, no estaba segura de que esa fuera la forma más interesante de andar sola, sin su torso que desde algún sitio proclamaba el abandono, sin embargo la cabeza que no era independiente, de vez en cuando huía porque no podía resistirse a disfrutar la libertad, y por eso, solo de vez en cuando, saltaba buscando ansiosa lo que el torso no podía brindarle. La cabeza desesperaba en su relación forzada. Diariamente pensaba la mejor forma de independizarse definitivamente, pero nunca daba resultado el método empleado y a último momento resolvía regresar a unirse al torso porque creía que sin él, no podía vivir. Así fue creciendo en la angustiante insatisfacción  que le producía  un profundo dolor en la coronilla, suplicio que se agudizaba en las horas de silencio, como si la cabeza no pudiera acostumbrarse a vivir pegada a un torso que no respondía a sus necesidades vitales. Una noche, el insomnio repentino le hizo comprender que no podía seguir manteniendo  esa  unión que claramente era arbitraría. Y el torso también lo sentía. Se daba cuenta que la cabeza ya no quería formar parte de esa endemoniada fusión que solo le aportaba momentos de tensión y dramatismo. El torso estaba sentado en un sillón hamaca, aburrido y bamboleándose como sí nada, y la cabeza que nada tenía en común con él, miraba la ventana por donde se colaba el invierno con sus pájaros nocturnos. La nariz goteaba una minúscula gota de vapor convertida en agua que caía sobre los labios temblorosos, ataviados de oscuridad. Por las rendijas de la ventana se colaba un viento helado que movía las cortinas haciéndolas gemir al chocar contra los guijarros colgados en la pared. Sin embargo el fogón ardía con su crepitar acostumbrado dibujando imágenes confusas que danzaban junto a las penumbras de la noche. Las manos que hasta ese día se habían comportado como miembros imparciales, tomaron la iniciativa,  decidiendo lo que torso y cabeza no se atrevían a hacer desde que descubrieron  la incompatibilidad de su unión  y en un arranque de desmesura arrancaron la cabeza del torso. Diez dedos abrieron por detrás el hueso occipital formando un cuenco en donde se veían claramente los órganos propios de una cabeza ansiosa de libertad. Las vertebras se sacudieron como un volatinero que cae del cable que lo sostiene. Las articulaciones emitieron un chirrido de violines desafinados. El líquido cefalorraquídeo cayó  formando un charco pegadizo que la alfombra absorbió en un instante. Las manos colocaron la cabeza transformada en cuenco sobre el fogón que seguía crepitando al compás de la danza silenciosa de la flama. Minuto a minuto la cabeza se coloreaba al rojo vivo y en su interior llamas turbulentas fritaban pausadamente los sesos con una pizca de almizcle perfumado, por si acaso. Albahaca y ajo para la lengua que no paraba de mascullar órdenes de cómo debían aderezarla, y sobre los ojos, los que nunca se cansaban de escrutar en otros mundos, sobre ellos, unas gotas de limón  para que la mirada no se enturbiara. Los pájaros nocturnos que oteaban a lo lejos la colosal llamarada, rompieron con sus picos los vidrios y volaron hasta el cuenco, prestos a picotear el manjar que se presentaba delicioso.  Un minúsculo fuego rozó  las plumas  y en segundos  quedaron presos de una llamarada que los envolvió  convirtiéndolos  en un sinfín de  teas rojizas que volaron por el aire hasta posarse sobre una baranda desde donde los pájaros antorcha observaron  perplejos. La cabeza que ya no tenía ojos que pudieran ver, ni lengua que pudiera decir, ni piel que pudiera exhalar perfumes, ni cerebro que pudiera decidir, lentamente se quemaba en el centro del fogón. Fue así que las manos la tomaron por sorpresa, cerraron el cuenco como hábiles artesanos colocándola nuevamente sobre el torso que esperaba impaciente, bamboleándose sin sentido en el sillón de mimbre. La cabeza que antes había querido ser libre y ahora no era otra cosa que una cabeza chamuscada, se inclinó distendida sobre el hombro izquierdo y la boca deslenguada, por primera vez sonrió… con una mueca plena de satisfacción…

Ana danich


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