Llegaron despacito.
Imperceptibles. Ellas son así, nunca piden permiso. Las de adentro, esas
llegaron mucho antes, pero como no se veían, las oculté restándole importancia.
No vaya a ser que alguien se diera cuenta que adentro todo se deformaba con esa
lentitud sin reloj que marca el devenir. Pero las otras, esas, las de afuera,
las que no podemos soportar porque dejan el rastro marcado como huella maldita
que el transcurrir del tiempo va socavando, esas, llegan y se apoderan de una,
a veces, ¿qué digo?, siempre se apoderan de una, emulan tropas maléficas que corrompen con su látigo
de fuego cada centímetro de lo que alguna vez fue inmaculado, lisura que se resiste al transcurso y queda atónita
frente a la inexorable realidad de los días, de los minutos con su tic tac tic
tac de agujas que resuenan como gota china disfrutando el placer de la tortura sobre la frente del condenado. Porque por allí
comenzaron a llegar. Ya perdí la cuenta del tiempo, pero sé que fue por ahí que
llegaron. Ellas siempre llegan por caminos que ni los niños pueden evitar, y es
así como van penetrando lentamente en la blanca tersura del inocente, en el preciso instante en que saben
que el recién nacido llora y marca con su llanto el surco que comienza a
delinearse y no puede defenderse de lo irrefrenable de la vida. Ellas son inteligentes, escogen el ángulo
exacto por dónde penetrar y así van cavando y abriendo. Cavan y abren hasta que
una descubre el surco por donde chorrea la gota salina que las nutre, y una se mira, y lo peor de todo es que una ¡se ve!, y ahí, cuando se ve, justamente en
ese instante que es parte y todo del descubrimiento, en ese momento de furia
incontrolable, cuando una grita frente al espejo y pasa sus dedos por la
hendidura y retrocede frente al horror de saber que ellas han ganado, mientras
una simplemente ha dejado pasar la vida
como si nada, como si ellas fueran fantasmas que solo invaden el cuerpo de los muertos y no el de los vivos
desde que comenzamos a nacer. Desolada comprendo que tampoco hubo testigos que
me susurraran al oído la frase certera
cual rata hedionda que rasga la piel hasta la profunda cueva de lo inevitable: ”Le
temps perdu n'est plus récupéré”
Ya sé. ¡Fuiste la
única que lo dijo!... Pero no te escuché...
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