SOLO LAS PALABRAS QUE MERECEN EXISTIR, SON LAS PALABRAS MEJORES QUE EL SILENCIO.

domingo, 29 de julio de 2012

METAMORFOSIS


Revoloteando por mi ciudad a la hora que las agujas del reloj giran alucinadas y chocan entre sí enloquecidas por alcanzar el tiempo que nunca llega, iba sin hacer caso a los obstáculos que se presentaban y que herían mis alas de pájaro errante, dejando una pluma aquí y otra allá, sin importarme haber abandonado en algún balcón una que otra ya que ellas adornaban  las plantas mustias que penden sedientas de agua entre los barrotes.

Me pareció que era una manera de demostrarles que un color era capaz de despertar la alegría en las nervaduras de sus hojas y ellas quedaron agradecidas y con un leve suspiro hicieron la reverencia de aquellos que saben valorar el trino de los pájaros.

Seguí  mi derrotero guiada por un rayo de sol que se colaba entre las cúpulas de los antiguos edificios hasta llegar al campanario de uno de ellos,  Fuentes le llama, por lo menos por ahora, y me quedé ahí para observar desde lo alto el pulular de laboriosas hormiguitas que corrían por el laberinto citadino con la urgencia de los que no saben lo que significa detenerse a contemplar la mañana, con su haz de luces sobre los tejados; o el río que corre a pocos pasos (o pocos vuelos) y que desborda  majestuoso en el silencioso ocre de las orillas de la vida. 

Después de un rato de otear el inacabado trazo de las calles, las campanas sonaron estrepitosamente y un sinnúmero de palomas alzaron vuelo hacia lo alto marcando una estela de vapor  sobre el aire invernal del mediodía. Varias plumas cayeron hasta el suelo en un salto espiralado, las hormigas detuvieron su recorrido para descubrir de qué manera se puede vivir sin necesidad de tanta laboriosidad, también cayeron algunas de mis plumas coloridas y se armó la gresca porque ellas, a pesar de que siempre andan con la cabeza gacha, sin apreciar la belleza (a veces, solo a veces) son atraídas por los colores y en ese momento es que comprenden el valor de las diferencias y se arma un tole tole para quedarse con lo mejor del arcoíris plumífero. 
Yo reía desde lo  alto, sin alcanzar a comprender el por qué de tal desbarajuste, y pensé que tal vez necesitaba entender un poco más sobre la vida de esas incomprensibles hacedoras.

Es así que decidí bajar a pleno vuelo desde mi mundo hasta el territorio de los suelos inexplorados por mí  desde hacía mucho tiempo, ya que en los últimos años siempre anduve por los aires desde dónde creía se podía entender mejor la vida de los seres. 
Fui a dar sin querer en el umbral de una puerta que no tenía cerradura y parecía estar pintada sobre una pared que no pertenecía a ningún dueño. Tal vez era una más, pintada por los artistas callejeros que no son hormigas sino que son ángeles que cada tanto bajan para dejar su mensaje de colores en los espacios vacíos de la ciudad. No lo sé, pero hasta allí llegué, casi sin darme cuenta. Posé mi leve cuerpo sobre el picaporte de la puerta y de pronto, sobre  el umbral, a pocos centímetros de dónde estaba,  se irguió un niño con  una mata de cabellos en su cabeza que exhalaban  aromas de nido, me sorprendió encontrar uno tan lejos de mis vuelos, pero como soy ave curiosa y nunca viene mal un nido disponible, pegué un salto y acomodé mi pecho sobre la noble cabeza del niño que en ese momento tocaba una flauta traversa que parecía dulce. 

Tal era su melodía que decidí relajarme y escucharla atenta hasta el último acorde. Fue así que al terminar, el niño levantó su cabeza y me miró con una expresión de asombro, con voz tenue me preguntó -¿qué buscas?-. 
Yo que no sé  hablar, le canté  a vivo trino que deseaba saber si realmente era un pájaro o tan solo una ilusión. 

El niño siguió tocando su flauta y en cada nota musical que emitía su  cuerpo iba transformándose. La rapidez de la metamorfosis fue tan abrupta que a medida que sucedía  mi pecho de ave pegaba un brinco y aleteaba para no perder el equilibrio. 

Todo su cuerpo creció en breves segundos, sus manos parecían las de un gigante con una flauta de caramelo que danzaba entre los dedos. El nido  que había sido suave y sedoso se convirtió en un pajar de ramitas entrelazadas y confieso que me sentí más cómoda que antes porque ya no me resbalaba de él y se presentaba más mullido y tibio. Una barba blanca comenzó a desarrollarse vertiginosamente, tal era el largo que desde arriba podía calcular que serviría de tobogán en caso de querer emprender vuelo. Y las cejas ¡ohhh!, fueron lo que mas llamaron mi atención. Las cejas se convirtieron en nubes por donde se colaba el brillo de dos ojos resplandecientes que me invitaban con la mirada a posarme sobre uno de sus hombros casi pegado a la cabeza  y  muy cerquita de su oreja presta a oír cada una de mis voces interiores. 

Hacia allá fui en un salto que tardó un aleteo. El viejo que hacía breves instantes había sido un chiquillo, nuevamente preguntó -¿qué buscas?- y yo con un suave susurro que no era ya de pájaro, sino de niña, solo atiné a preguntar:

-Encontrar el camino a casa-


Ana Danich (de: Cuentos para niños)



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