Esta obstinación. Esta
maldita obstinación de no querer escribir una palabra. Bebo una copita de licor
de chocolate para entonar las neuronas. Siempre el licor me ayudó a desprenderme de la loca obstinación de no
querer escribir. Soy un espantapájaros que toca con su mano de hierba seca el centro
del espejo que la devora con su boca
polar, y me quedo sin mano, y luego,
el cuerpo entero se mete más y más adentro
del espejo que me absorbe lentamente hasta dejar la habitación vacía. Y yo veo desde el otro lado el viejo tocadiscos
de mi madre, veo como el brazo se levanta en el aire por quién sabe que
misterio de la física y coloca la púa sobre el disco rayado de mi adolescencia,
y no puedo hacer mas que mirarlo, desde
un lugar que no sé si me dejará regresar a ese universo de palabras; que se
resiste a imitar la metamorfosis que se está dando en este otro lado, como una
partitura que repite el trino de las aves en el invierno gélido de los huesos.
No hay caso, tengo que decidirme y volver sobre mis pasos, aferrarme fuerte del
marco ovalado y saltar, porque de este lado no hay lápiz ni papel, de este lado
soy una anciana que roe los antiguos recuerdos y las malas mañas que formaron
parte de mi vida. Una fuerza sujeta mi mano que duda y compruebo que la
precisión de Dios es infalible, siempre
es implacable cuando determina que debo escribir una palabra a pesar de mi
obstinación… y yo lo dejo, dejo que decida por mí, después de todo, de este otro
lado no existe ni papel ni lápiz, ni dedos, ni manos, ni recuerdos que digan lo
que tengo que decir y ese, definitivamente, será el único motivo por el que me
atreva a regresar a esa habitación donde las penumbras crujen, emulando las
bisagras de mis sueños.
Ana Danich
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